Por años he dicho que el fracaso del gobierno, a menos que se trate de una dictadura, es el peor y más costoso de los tropiezos que puede sufrir un país. Apostar y alentar a que se hunda o se quiebre en las aguas procelosas de sus errores, es por tanto demencial. Y no porque pueda perjudicar en el plano personal, como puede ser evidente en los casos de muchas personas que dependen de él, sino porque con ello se descalabra la economía, el progreso se paraliza, el ánimo sucumbe ante la realidad, las esperanzas fallecen y el panorama del futuro se nubla, retardando la llegada de un amanecer que traiga consigo de nuevo la luz.
El triunfo de un gobierno, el éxito de sus planes en lo social y económico, no perjudica a nadie, incluso a la oposición. La razón es simple y lo enseña la historia. Una sociedad en camino de solución de sus problemas esenciales crea sentimientos y adhesiones democráticas más fuertes y con ello la posibilidad que temas que trascienden el ámbito de lo puramente económico decidan procesos electorales. Y sin ánimo de iniciar controversias improductivas, ese fue un factor de mucho peso en la conducta de los electores en las elecciones de este año.
Un gobierno consciente de los valores democráticos y de su compromiso con el país, no rechaza la crítica. Por el contrario, se fortalece cuando la promueve con tolerancia y respeto a las ideas de sus adversarios y de aquellos que no lo son. Por tanto frente a la irracionalidad que la pasión genera en las partes enfermas de una estructura política, el antídoto reside y crece en el litoral donde la crítica, en esencia, le muestra a tiempo los caminos fangosos donde sus pies pueden hundirse.
Por tanto, lo inteligente no es ver en cada asomo de crítica una conspiración o un propósito mezquino, sino evitar que defensas ruidosas e irracionales le impidan ver las piedras en el camino.