En la época del desasosiego y la prisa, en la modernidad, a la filosofía se la quiere medir por sus efectos inmediatos, se la quiere confrontar con el rasero de lo ordinario, y como sus frutos no aparecen con la misma rapidez y contundencia que los efectos del operar técnico, donde rige el puro cálculo de consecuencias inmediatas, entonces se la percibe como un modo de saber deficiente, ineficaz, inútil.
Es imprescindible desarrollar un pensamiento reflexivo, al lado y por encima del pensamiento técnico, calculador, y es necesario educar para fomentar en nuestra sociedad un pensamiento crítico, ético y abierto a nuevas posibilidades de liberar al ser humano.
Cuando la gente común, sobre todo los jóvenes con intereses intelectuales, entra en contacto con un profesional de la filosofía, casi siempre formula una serie de preguntas: ¿Qué es filosofía? ¿Qué es pensar? ¿Para qué sirve ese quehacer en el día de hoy? ¿Cuál es la diferencia entre las ciencias, entre el paradigma científico y el saber filosófico? ¿Cómo enfócala filosofía los problemas de nuestro tiempo? Si la filosofía es algo que atañe a cada ser humano, ¿todos estamos capacitados para filosofar?
La filosofía como actividad que emplea constantemente el pensamiento es más un oficio que una profesión. ¿Qué significa esto? Ante todo, quiere decir que un pensador es como un carpintero, un artesano o un artista creador, que mientras más empeño, dedicación, constancia, curiosidad y pasión dedique a lo que hace, mejor y más clara conciencia tendrá de su labor.
Para pensar es fundamental aprender a organizar en sí mismo ideas, conceptos e intuiciones; aprender a observar y analizar sin apremio, sin prisa, serenamente, personas y cosas, actos y obras humanas.
Hay que aplicarse a discernir y aprender entre múltiples modalidades y tipos de relaciones posibles entre significados, abstraer estructuras formales, semióticas, intuiciones, sensaciones, vivencias; cultivarse a invocar recuerdos y experiencias…
Pensar es la actividad humana consciente más antigua, pues con esta buscamos orientarnos en el mundo. Nace –como señala Platón– del asombro, de la perplejidad, con una ruptura abrupta del orden rotundo y manifiesto de lo cotidiano.
El asombro nos conduce hacia otra posible dimensión de la realidad, nos coloca ante la posibilidad de atrapar con extrema lucidez otras maneras de aparecer y ser.
Hay muchos bienes en el mundo que no pueden considerarse, strictu sensu, atendiendo a que su valor dependa de su utilidad. Esto vale, por ejemplo, con la vida misma considerada como el bien supremo a que tiene acceso un ser humano. Igualmente acontece con el amor, la alegría, la espiritualidad o el deleite que nos produce experimentar la riqueza de lo diferente, así como el goce que origina en nosotros la polivalencia de sentidos que se revelan en una radiante obra de arte auténtica.
Respecto a esta última categoría de bienes, siempre se ha considerado que la obra de arte no tiene, en cuanto a la obra misma, ninguna utilidad inmediata.
Un escritor con quien compartimos la época–Paul Auster– señalaba al respecto, en su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, pronunciado el 17 de octubre de 2007:
[…] el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente inútil.
Al igual que una obra de arte, la filosofía es totalmente inútil desde la óptica de lo banal, cotidiano y ordinario.
Platón subraya en sus obras de la madurez, específicamente en El banquete, que al ser la filosofía amor o aspiración a la sabiduría, implícitamente se reconoce que no poseemos la sabiduría y es por ello que quien aspira a alcanzarla de alguna manera ha de llamarse filósofo y no sabio, pues la sabiduría es atributo de los dioses.
La filosofía abre históricamente un espacio de intercambio racional donde van a moverse y definirse las fuerzas predominantes de esta compleja constelación cultural. Este ámbito se caracteriza por privilegiar la vía racional que se cumple mediante el diálogo en un encuentro público y sosegado, como el medio ideal para descubrir la verdad del ser, orientarnos en el mundo y asegurar, en este, nuestra posición.
El punto de partida del filosofar hodierno es la constatación de que el principio (lo que es originario, primero, principal y predominante en algo) lo constituye la red de sentido que se teje desde lo intramundano. Esto vendría a significar que tenemos conciencia de que nos-encontramos-en-el-mundo, en un universo determinado, histórico; que no podemos salir de ninguna manera de este orbe, salvo por vía de la muerte. Pero cuando esta situación límite acontece, ya no hay ni sujeto ni mundo, ni existe el problema de su relación, de su ser-en-el-mundo.
Quiero dejar sentado que la filosofía es un saber que originariamente se sostiene desde sus propias raíces. Es decir, que se constituye como un saber arraigado en la historia, en su propia historia.
No es posible pensar filosóficamente sin ser consciente de que este saber se origina y desarrolla en el seno de una específica y dilatada tradición, que se cristaliza y se expresa a través de una determinada terminología que ha venido elaborándose y renovándose durante los últimos 25 siglos de historia occidental.
En el filosofar predomina la esencial apertura que otorga la preeminencia del espíritu creativo, abierto a todas las posibles dimensiones del ser, frente a la posibilidad reglamentada de toda ciencia concentrada en lo meramente factual.
A esto se refería Nietzsche cuando definía al filósofo como un ser humano que constantemente vive, ve, oye, sospecha, espera y sueña… cosas extraordinarias.
Martín Heidegger, uno de los más profundos filósofos del siglo XX, comenta la aserción de Nietzsche al decir que el filósofo está, se mueve, actúa, fuera de lo ordinario.
Se coloca sobre el secreto fundamento de la libertad, de un modo por completo autónomo, pleno y apropiado. Filosofar consiste en el extraordinario preguntar por lo que está más allá de todo orden, sobre algo que, además, está separado, fuera del orden, en cuanto rige –por ser superior o fundamental– sobre todo lo ordinario.
Frente a la necesidad de abrirse a lo extraordinario que es característica esencial de la filosofía, nuestro mundo hipermoderno se muestra regido por asumir una estrecha perspectiva donde prevalence una visión ingenieril del cosmos.
Nos encontramos encerrados y gobernados por una forma de considerar que –sobre todo, y a veces únicamente– valora los aspectos ordinarios, utilitarios, pragmáticos del universo.
Identificamos como valioso sólo aquello que es pasible de ser manipulado o de ser insertado en estructuras sistemáticas, objetivables, cuantificables, de eficacia inmediata, que concebimos como la única forma posible del universo.
Nuestro tiempo parece concentrarse conscientemente en apagar la actitud fundamental necesaria para que pueda haber filosofía; pugna por confinarse cada día con mayor intensidad en una atmósfera cultural librada a consumirse en lo puramente circunstancial, intercambiable, fragmentario, efímero, en una palabra, en lo puramente desechable.
Predomina un horizonte cultural unidimensional para valorar e interpretar las posibles dimensiones del ser, lo que se revela en una visión en laque destaca una forma de racionalidad concebida puramente como instrumental a la manipulación del ser.
Nos movemos en una interpretación del ser que asume y se concentra con enfermiza atención en enriquecer y ampliar una exuberante disponibilidad de medios, mientras deja traslucir en toda acción, comportamiento o proceso emprendido un absoluto y absurdo desierto de finalidades.
Frente a la posibilidad enriquecedora de despejar y mantener abierta la experiencia humana a todas las posibles dimensiones del ser, rige en nuestro tiempo una inflexible, estrecha, ocultadora y represiva visión que nos imponen los procesos de tecnificación del mundo y los modos de ser que de esta actitud derivan.
Se interpreta exclusivamente el sentido del existir desde una perspectiva puramente calculadora y utilitaria. Se sostiene que la única manera posible de plenitud humana la constituye el ejercicio de una rutinaria superficialidad dominada por el insaciable afán de novedades que fomenta el consumismo.
La vida humana asume, entonces, un formato que se manifiesta en un continuo inventariar y asentar acciones, formas y métodos para garantizar la mensurabilidad y sistematización de todas las cosas: actitudes, comportamientos, medios, instrumentos y recursos disponibles, con vista a usufructuar sus derivaciones y consecuencias.
En el contexto de lo cotidiano se intenta cuadricular –dominar al milímetro– y banalizar la propia tierra histórica, mediante la imposición del criterio de su intercambiabilidad sin término con otros territorios semejantes.
La totalidad de los elementos del sistema se valoran mediante criterios objetivables para representar la realidad como contexto de un balance único de ganancias y pérdidas de beneficios concretos inmediatos, que pueden obtenerse de una determinada situación. Todo lo demás no tiene valor ni trascendencia: ni la belleza, ni el bien, ni la vida recta, ni la justicia, ni la equidad, ni la compasión o la solidaridad.
Heidegger, en el siglo XX, nos recuerda –relacionándonos con los orígenes griegos de esencia del actuarse interpreta como el simple hecho de producir un efecto, sin detenerse a valorar la calidad, la índole o la importancia del mismo, pues lo producido se estima sólo en función de su utilidad.
El pensador alemán confronta este modo de interpretar lo que viene producido, desde la enseñanza fundamental que heredamos de Grecia, de que
La esencia del actuar es el llevar a cabo. Llevar a cabo significa desplegar algo en la plenitud de su esencia, guiar hacia ella, producere.
Empero, para llevar algo o alguien a desplegar sus propias capacidades o su naturaleza de modo excelente, con plenitud y congruencia, o para conservar y recrear creativamente los valores históricos de una comunidad específica, se hace necesario reflexionar sobre el lugar que debe ocupar, y el papel que debe jugar, la educación. Esta es la fuerza transmisora que une el pasado con el futuro de un pueblo.
Así, la educación como práctica auténtica sólo es posible cuando en una comunidad rige la consciencia viva de normas, principios y valores que configuran y dirigen su propia evolución histórica como tal.
Paralelamente, de la estabilidad y de la aceptación de las normas que coronan una sociedad depende la solidez de los fundamentos de la educación; de su disolución y aniquilamiento deriva el debilitamiento, la decadencia, la falta de seguridad en los modelos de humanidad que se busca transmitir mediante ella.
Y cuando esto acontece, como nos toca experimentar en nuestro tiempo, la educación se torna caótica y superficial; asume la conformación en un hacer sin un sentido directivo, que deviene en puro barniz, en pura exterioridad que no alcanza a aprehender, a transmitir y a moldearla actitud fundamental con la cual el ser humano ha de abrirse hacia lo esencial para poder llegara encontrarse en su mundo, en su habitar, en su terruño, en su cultura.
Dicho con suma brevedad, se obstruyen las posibilidades para que el ser humano situado, en apariencia, en un lugar abstracto en el mundo pueda llegar a reconocerse como persona viva, auténtica, arraigada en lo esencial de la cultura de su propia tierra.
Cuando esto no acontece, los seres humano y las cosas comienzan a aparecer en un plano similar, sin orden, rango o profundidad. Todo se muestra achatado, sin perfil propio, sin contornos definidos, sin identidad, sin jerarquía.
Lo existente pierde toda relación o correspondencia con la propia medida, con la posibilidad de desplegarse, de ser según la propia unidad de medida, según valores propios.
Entonces, cualquier cosa viene a ser igual a cualquier otra, todo pierde su figura y personalidad, y nada viene a ser lo mismo, esto es, algo apropiado en su identidad, algo marcado por desplegarse en la plenitud de su esencia. Desde ese momento invade el mundo la desolación de lo anodino.
Y agrego yo, la seguridad de todos depende no sólo de que nonos detengamos, sino que ni siquiera por un instante ralenticemos la andadura consumista. La experiencia de la gran recesión que en estos días ha golpeado a todo el planeta es muestra de esto.
Sin embargo, como bien lo saben los pensadores y los poetas, “es la duración y no la velocidad” lo que es esencial para lo humano.
Rainer María Rilke (1875-1926), uno de los más lúcidos poetas del siglo XX, lo constata en sus Sonetos a Orfeo:
Todo cuanto se apresura / habrá pasado muy pronto; / pues es lo que permanece /lo que nos consagra.30
Empero, la existencia de la gran masa está encarrilada por la tendencia apremiante de evadirse de sí mismos, de escapar, de huir de cualquier momento de inactividad, pues el ocio, el sosiego, la serenidad, revelan al ser humano ahuecado por la presencia de la uniformidad y por la falta de una identidad propia su vacío vital.
Los momentos de serenidad y paz revelan el hastío, la vacuidad, la nada que se encubre en la convulsión que caracteriza a nuestros inconsistentes modos de ser.
En estas sociedades, la masa queda en las manos soberanas del mercado, que con la promesa de conducirla a superar la fastidiosa omnipresencia del tedio, pretende transportarla por caminos de dispersión a través de la puesta en marcha de un proceso agresivo de voracidad vital: el sistema actúa como un vampiro que sustrae la vitalidad y la realidad propia del ser humano.
Somos tiempo, y cuando lo perdemos en nuestras vidas, nos perdemos para nosotros mismos. Apagamos la posibilidad de ser, de existir, para edificar el propio proyecto de vida auténtica. En estos procesos, lo que se consume no son objetos ni bienes ni imágenes, sino la propia vida de quien se deja llevar por semejantes caminos, pues ésta se disuelve como una posible totalidad con significación, al no poder alcanzar a proyectarse en un futuro pleno de posibilidades, elegidas personalmente, por propia necesidad.
La hipermodernidad tiende a eliminar ya transformar el tiempo en un eterno presente que se vive con una intensidad que pretende anular todo lo demás. Esta forma de presente instantáneo y omnicomprensivo procura negar el pasado y toda referencia a raíces o fundamentos, aspira también a hacer evaporar la esfera de las posibilidades y oportunidades que abre el futuro. Sin embargo, no alcanza a suprimir de la conciencia menoscabada del hombre banal masificado la presencia indeclinable de la nada en que consiste su existencia.
Cada uno sabe muy bien que se mueve en un universo marcado por la angustia de que no termine la diversión, el sueño, el escape del mundo, a que induce el paisaje de la total ausencia de sentido.
El consumo de excitantes y estimulantes, así como la apertura al entorno de las drogas, aparece cuando los modos inmediatos de evasión pierden el brillo de lo novedoso y los ensueños corrientes se agotan.
Entonces el ser humano necesita ahondar por vías más intensas, abarcadoras y totalitarias la necesidad de disolver de manera objetiva el dolor de no ser nada, de no poder aprehenderse con una personalidad propia, dotada de sentido e identidad.
Comienza, entonces, en ese momento la búsqueda a todo coste de intensificar la evasión de la apagada realidad que proyecta en nosotros el frenesí del consumismo.
El recurso y la adicción a las drogas se impone por la lógica de la sociedad de consumo. Representa un paso adelante en el camino de evasión del adulterado y hueco mundo del vacío, del sistemático aburrimiento consumista.
En lo relativo a los valores, la imposición del eficientismo como modo de vida absoluto produce el milagro de todos los milagros, la disolución de todos los valores históricos y personales en la revelación de un único valor universal que coincide plenamente con los ideales de una época fundamentada en lo crematístico, en el puro y simple interés pecuniario: los valores condensan, ahora, en una sola forma de apreciación: en la necesidad de disponibilidad de dinero, pura y simplemente.
Goethe enfatiza que
La esencia de lo humano -si es que hubiese alguna- es la de un ser que debe vivir de cara al sentido.
Si eso es cierto, estimo que la crisis que vivimos no puede solucionarse recurriendo simplemente a la psicología, sino que debe ser enfocada, comprendida y problematizada desde un marco más amplio, el de una crisis total de la cultura occidental, que implosiona por las tremendas contradicciones que se revelan entre los valores que sirven como sus fundamentos desde sus orígenes y los nuevos valores y comportamientos fácticos que nos impone la ideología que encubre la modernidad avanzada.
En nuestro tiempo existe una gran crisis de valores que nadie puede ocultar. Esto quiere decir que sabemos que faltan principios, jerarquías y normas que rijan auténticamente y no de palabra, retóricamente, nuestras vidas. Por doquier se abren fisuras y cráteres que revelan que los valores tradicionales han dejado de tener vigencia, que han dejado de amparar el existir humano.
Hay, además, una contradicción difícil de ocultar en la cultura occidental. Opera en la vacua realidad de la modernidad hipertrofiada una evidente decadencia de los valores cristianos y una ausencia creciente en la fe de un sentido trascendente que rija la realidad, considerado como posible elemento dador de vida nueva a las sociedades avanzadas.
Lo que se muestra hoy como cristianismo –salvo las excepciones de casos individuales– es pura hipocresía. La Iglesia Católica mantiene su validez sólo a través de la continuidad de ritos y liturgias que tienen en sí, como carácter social, el significado de una retórica que se conoce de memoria, pero que poco ayuda a vivir positivamente en medio de un tejido cultural que ha estallado en mil pedazos desde hace mucho tiempo.
Nietzsche, en la década de los setenta del siglo xix, ya observa la gravedad de nuestro devenir:
Nuestra cultura degenera en una nueva barbarie por falta de serenidad. En ninguna época anterior los activos, es decir, los desasosegados, han contado tanto. Por lo tanto, una de las correcciones que es necesario aportar al carácter de la humanidad sería el de reforzar grandemente el elemento contemplativo.
Es decir, para el pensador alemán el único contrapeso posible a la agitación del hombre moderno era, en ese momento, fomentar e intensificar la sosegada reflexión.
Situados ante la perspectiva de la alteración, la inquietud y el vacío 32 que produce el tedio en el hombre moderno, podemos comprender por qué el poeta romántico Theófile Gautier (1811-1872) lanza como grito de batalla de la nueva estética y del nuevo ser humano que configura en la modernidad la frase:
Plutôt la barbarie que l’ennui” (Antes la barbarie que el tedio).33
El lema de Gautier parece haberse constituido en el axioma fundamental del mundo hipermoderno, que prefiere transitar por caminos de inhumanidad y cruel salvajismo, por caminos de genocidio y mutilación, antes que sucumbir a la revelación de la vacuidad que le es esencial.