Como en las películas, de mi boca salió un ¡coño! apresurado y quedé frizado un instante en la puerta del cuarto de baño, lanzándome enseguida hacia el lavamanos, donde un tanquecito de revelado bajo la llave desbordaba agua espumosa y caliente. Con los ojos como platos y casi por llorar veía como el rollo fotográfico que acababa de revelar colgaba de mi mano luciendo una transparencia trágica. En ese momento escuché cerrar una ducha, poco después se abrió una puerta y salió envuelto en una toalla un estudiante árabe que al verme con el celuloide comprendió todo de inmediato. Perdona, hermano, no sabía… me dijo mascullando un ruso pedregoso, con una pena casi tan grande como la mía. Yo, controlando mi sano deseo de matarle, fingí ecuanimidad taoísta y murmuré algo como que esas cosas pasan. Habían bastado los segundos que tardé en ir a buscar otro rollo a mi komnata (habitación), para que casualmente algún ajuste del chico a la temperatura de su baño pronto hiciera caer agua mucho más caliente sobre el tanque, borrando para siempre unas fotografías de valor muy especial.
Gia Kokashvili, luminotécnico georgiano que conocimos mi amigo venezolano David Rodríguez y yo en los Estudios Dovjenko, nos había invitado a su casa en Tbilisi (Tiflis), para descansar un poco del frío de Kiev al calor de la legendaria hospitalidad y el clima georgianos. Eran nuestras primeras vacaciones de invierno en la Preparatoria, antes de ingresar a la escuela de cine, así que agradecimos en el alma esa oportunidad, de otro modo bastante lejana, de conocer entonces las míticas montañas del Cáucaso y acercarnos un poquito a la riqueza de la cultura georgiana.
Cuando nuestra profesora de fonética rusa durante una clase se enteró de esto, nos envolvió en una de esas sonrisas suyas, con destellos de misterio. Dijo que era un viaje fabuloso, y que quien había sido su esposo residía allí; era una persona muy interesante y seguro estaría encantado de recibir nuestra visita.
Lo que no nos dijo en el aula Svetlana Ivanovna Sherbatiuk, era que su esposo había sido Serguei Paradjanov. Y habría dado igual. Nosotros aún no sabíamos nada de este maestro del cine, prohibido en la Unión Soviética y conocido en Occidente sólo por reducidos grupos de cineastas y cinéfilos afortunados. Diré a manera de excusa a la estulticia, que entonces no existía Google. Nuestra profesora no nos había hablado de filmes aclamados como La sombra de nuestros antepasados olvidados o El color de la granada; tampoco nos había contado que Paradjanov había salido de la cárcel sólo unos tres años atrás y aún seguía proscrito como artista.
A partir de entonces, ya fuera de clases, sí; entre cargados cafés y cigarrillos, nuestra profesora y amiga nos habló de ese genial artista de talento irreverente e insumiso, que casi la arrebató a sus padres casi apenas salida ella de la adolescencia.
Pocos meses antes, recién llegados a Kiev y todavía mudos, David y yo vimos por primera vez a Svetlana al abrir un aula equivocada, y nos dejó como alelados la inmediata percepción de que muy raras veces belleza, bondad, inteligencia y sencillez, se mezclaban con tal armonía.
Un viento fresco movía las faldas de algunos abrigos, ramas y arbustos en el entorno de las ruinas del antiquísimo monasterio de Chvari (Jvari), construido en el siglo VI, cuando el cristianismo aún no había llegado a Rusia. Era la mañana siguiente a nuestra llegada y Gia nos había llevado temprano a conocer esta reliquia del Cáucaso, que corona una montaña junto a la ciudad de Mtsjeta, a unos 20 km de Tbilisi y ha sido declarada Patrimonio Histórico de la Humanidad.
Estábamos allí prácticamente solos y se notaba la satisfacción de nuestro huésped por el manifiesto placer que nos producía aquel lugar y las fotos que hacíamos.
“¡Ey, muchachos, miren quienes están allí!”, nos dijo Gia al doblar hacia otro lado del monasterio. “Es Paradjanov… y el otro es Tarkovsky”, agregó. ¡Diablos! Por un brevísimo instante ante mí se abrió la pantalla del Cine Colonial de la Arzobispo Nouel y mis ojos devoraban “Solaris” como con hambre de siglos. Y ahora, como de la nada, absolutamente impensado, ante mí aparecía un tipo delgaducho, con bigotito espinoso y ojos tártaros, que resultaba ser el director que más profundamente me había impactado hasta entonces. Tarkovsky, junto a su esposa Larissa y su hijo Andrei, seguían atentos a un señor medio regordete, que con barba y pelo grisáceos de rebeldía armenia, abrigo abierto y encantos de narrador oriental, parecía danzar con su relato entre las ruinas. Era Paradjanov.
Vimos a Gia saludarles, y luego a todo el pequeño grupo mirar hacia David y yo que nos acercábamos. La presentación fue cordial y sencilla, ellos ya se marchaban y Paradjanov, al tanto de nuestra visita, nos invitó a cenar esa misma noche en su casa, en la calle Koté Mesjí 7. “La verdad, ustedes tienen suerte”, repetía Gia, con la cadencia georgiana de su ruso, durante todo el viaje de regreso a Tbilisi.
En casa de Paradjanov, además de Tarkovsky y su esposa, estaban a la mesa un actor del Teatro Shota Rustaveli de Tbilisi y una famosa actriz del cine georgiano, que entonces no conocíamos. Todos tenían alguna noción de Venezuela, patria de David, pero nadie sabía nada de República Dominicana. “Cerca de Cuba… compartimos una isla con Haití”, expliqué. “Ahhhh, claro, Haití”, respiraron ellos, “Sí, Eisenstein pensaba hacer una película sobre Toussaint Louverture, su héroe nacional”, comentó Serguei Osipovich. “¿Y ustedes qué, chicos, harán películas revolucionarias cuando regresen a sus países?” nos lanzó luego con cierta picardía. “Será una suerte si podemos hacer películas, sean las que sean, respondí en un ruso que sentí más torpe que de costumbre y reímos todos; pero no sé si todos entendimos lo mismo. Cuando más tarde, tras abundante vino casero georgiano necesité orinar, en la puerta del baño encontré clavado un recorte de un periódico creo que francés, con una carta firmada por Fellini, Godard, Antonioni, Tonino Guerra, Gina Lollobrigida, Tarkovsky y otros cineastas, solicitando a Brezhnev la liberación de Serguei Osipovich Paradjanov, encarcelado bajo falsas acusaciones. Y efectivamente fue liberado… y nuevamente encarcelado por nueve meses, casi justo un año después de nuestra visita.
Tarkovsky hablaba poco. Quizás porque el fluir de imágenes, sueños y relatos de Paradjanov nos mantenía a todos hechizados. Ya despidiéndonos, Tarkovsky nos invitó a un encuentro con el público que tendría la noche siguiente, en un cine de la ciudad. Y claro que allá estuvimos. Y desde entonces le recuerdo claramente ajustarse los lentes y decir en respuesta a una pregunta: “Ese perro no es más que eso… un perro que merodea por un riachuelo. No tiene ningún sentido simbólico, no tiene un significado que sea necesario descifrar. Como tampoco lo tienen los caballos al final de “Andrei Rubliov”, son sólo eso, caballos”.
“A fin de cuentas, eran sólo eso, fotos… sólo fotos”… me obligué a pensar entre el chorro de recuerdos, viendo el rollo transparente que sólo unos momentos antes guardaba la memoria fotográfica de ese viaje irrepetible.