En una entrega anterior anotábamos que la inquietud provocada por lo visto (o imaginado) ha estado presente desde el Homo sapiens en las expresiones rupestres de Altamira y Lascaux, a través de la civilización helénica, junto a la antigua Roma hasta la Edad Media, y, por supuesto, en la modernidad hipertecnológica. Fuese la figura corporal, las interioridades del pensar o aquello que le rodeaba, el hombre persiguió su observación aliado de variadísimos instrumentos, la pintura incluida, provocando con ello un imperecedero hecho: el que jamás hallamos cesado de ver(nos). Incluso en el mundo del hoy donde todo, todos y todas deben mostrarse.
Fue Sócrates, en referencia a la estética y en oposición a los pitagóricos, quien dejó establecido que el arte no es representación únicamente del cuerpo sino también del alma, espejo (y reflejo) de la compleja concepción de psique parida en la cosmovisión de la Grecia clásica que designaba la fuerza vital. Tras arribar al presente, psique ya es, simultáneamente, baúl del sentimiento y campo de batalla del pensamiento cuyo domicilio la ciencia ha asignado a los vericuetos del encéfalo. Tal disciplina también ha categorizado las variantes del alma distorsionada agrupándolas en psicopatologías apellidadas esquizofrenia, psicosis o demencia expresadas a través de la ansiedad, la repulsión o la desazón.
Desde los tiempos de Masaccio, Piero della Francesca y el genial Balthus hasta el moderno Francis Bacon, merecidamente designados “pintores del alma”, la plástica colocó la figura humana hecha sentimiento en el centro de sus preocupaciones formales. Mas, fue Edvard Münch (1863-1944) quien a través de su obra pictórica se convirtió en el verdadero diseccionador del alma enferma (o sana) con frecuencia partiendo de sus más íntimas tribulaciones. Desde tormentos que viajaban junto a la muerte prematura de sus allegados, a los provocados por sus enfermedades o cuestionamientos existenciales, hasta la incesante preocupación estética expresada en numerosos autorretratos.
Fidel Munnigh nos recuerda en un texto reciente cómo la modernidad nace con la instauración y primacía del sujeto (del yo, el espíritu o la conciencia) como principio sostenedor del mundo; es por tal razón que los pensadores contemporáneos de Münch (Nietzsche, Kierkegaard y Freud) catapultaron la atención a la evolución de ese sujeto-yo quizás preconizando su ulterior fragmentación a manos del capital salvaje. En este contexto, no se debate el que en la pintura decimonónica pocas veces se haya abordado el sentimiento como fuerza sucedánea del alma desde una dimensión tan abarcadora y monumental como en la obra muncheana. La melancolía, la desolación y el sufrimiento fueron, en palabras del pintor, “los ángeles negros que vigilaron su cuna y le acompañaron a lo largo de la vida”. La cuasi-catártica dimensión de sus lienzos, sobre todo El friso de la vida, Melancolía, El beso, y Separación así lo confirman; se trata de trabajos ilustrativos de una suerte de teatro existencial permanente donde las emociones viajan a la par de la expresión psicofisiológica del propio autor con una fortaleza pocas veces encontradas en la plástica moderna.
La galería Breuer del Metropolitan Museum of Art de Nueva York explora la madurez artística de Münch en la muestra “Edvard Münch: Entre el reloj y la cama”, 45 obras completadas durante las últimas cinco décadas de su vida consecutiva y temáticamente organizadas: “Münch en primera persona”, “Nocturnos”, “En el estudio”, “Amor”, “Alucinación”, “Confesiones y concepciones”, “Cerca de la cama” y “En la habitación enferma”. En ellas se destaca el riquísimo estilo de la dilatada producción del noruego, la cual, a juicio de muchos, se mantuvo en tensión permanente entre la escuela figurativa, el simbolismo decimonónico y el trazado abstracto dejando un importantísimo legado al expresionismo alemán temprano, al arte pop e incluso a artistas contemporáneos.
Münch fue el autodidacta que, a pesar de las mencionadas tragedias familiares, de su alcoholismo y de haber heredado “la semilla de la locura” de un neurótico y obsesivo padre, como una vez declaró, fue capaz de completar 1,750 pinturas, 4,500 acuarelas y miles de fotografías en su prolija (y de seguro solitaria) vida. Con poca suerte en las relaciones románticas, sin hijos y con escasos amigos, combatió el alcohol y las alucinaciones al punto que tras prolongados internamientos vivió sus últimos treinta años aislado, pintando casi a diario e incluso trabajando recurrentemente muchas de sus obras incluyendo la más conocida, El grito, de la cual existen varias versiones.
La destreza de Münch en mostrar la influencia del estado de ánimo en los patrones gráficos y en el uso del color es muy evidente en las obras completadas durante sus periodos más emocionalmente difíciles (previo a 1908); son autorretratos con miradas perdidas dirigidas hacia la nada, plasmadas en lienzos oscuros que contrastan con trabajos ulteriores en los que la mirada ya es directa y segura; lanzada sin recelos al observador desde óleos impregnados de rosados, morados y rojos decididamente festivos. La exposición aquí comentada incluye más de una docena de autorretratos cuyos títulos confirman lo dicho: “Autorretrato en el infierno”, “Autorretrato y la Influenza”, “Autorretrato con bronquitis”, “Autorretrato con botellas de vino” … En suma, no cabe duda de que es imposible contemplar la obra de Münch sin sorprenderse de su agudeza en la predicción de la futura desolación existencial que muchos habitantes, él incluido, sufrirían en aquél doloroso siglo que apenas comenzaba.
La pintura central que bautiza la exposición de marras es un portentoso óleo completado entre 1940 y 1943 y exhibido permanentemente en Oslo; el autor aparece en el ocaso de su vida, de pie, en atención directa al observador rodeado de su cama y un reloj que no revela manecillas ni números. Erguido, casi en rigor mortis, sus ojos están hundidos, la boca, nubosamente ausente cual el tiempo que se desvanece conduciéndonos a nuestra inexorable finitud. Se trata además de una escena donde los objetos y el entorno, inertes, son testigos del aislamiento al que está sometido este triste hombre; mas, aun así, Münch intenta revelarnos su pasión expresiva a través de algunos de sus propios lienzos colgados en la única pared de esta modesta habitación.
“Entre el reloj y la cama” parecería estar incompleto en tanto que los coloridos trazos verticales de la sábana que cubre la cama se asemejan al porte del vestido del autor y a los tonos de la pared que le preceden sugiriendo la inconclusa continuidad del sujeto con el espacio que le contiene. “¿Para qué terminar una pintura si existimos atrapados entre la furia diaria del tiempo y el inevitable fin de nuestros días?” se pregunta el crítico Jason Farago a propósito de esta obra. Añadiríamos, ¿es acaso ella una expresión de la metafórica (y real) futilidad de la comprensión de la muerte y de la inútil meditación sobre el destino final de nuestro ser?
El arte, como producto y expresión de las operaciones creativas, contiene en su logro último elementos convergentes que incorporan los orígenes del autor, la época que le tocó vivir, y las relaciones establecidas entre su entorno y los demás. Tal concepción ha sido abrazada por las diferentes corrientes psicológicas, incluyendo el cognitivismo y el psicoanálisis lacaneano, que reconocen la existencia de una “psicología del arte” en la que obra y creador, con suerte, sorprenderán al observador. Es esta, justamente, la fortaleza del monumental Münch, un artista capaz de depositar en el lienzo las inquietas mariposas del alma con inigualable magia.