Eternidad del dibujo en Leonardo, Miguel Ángel y Durero.
En la entrega anterior anotábamos que la inquietud provocada por lo visto (o imaginado) ha estado presente desde el acontecer del Homo sapiens en las expresiones rupestres de Altamira y Lascaux, a través de la civilización helénica, junto a la antigua Roma hasta entrada la Edad Media y, por supuesto, en la modernidad hipertecnológica. Ciertamente, el hombre mostró en objetos, paredes y utensilios sin límite ni restricción, cuanta cosa miró, palpó y experimentó. Fuese la figura corporal, las interioridades del pensar o aquello que le rodeaba, persiguió su observación aliado de variadísimos instrumentos brindados por la naturaleza o creados por su destreza, el dibujo incluido, provocando con ello un imperecedero hecho: el que jamás hallamos cesado de ver(nos). Incluso en el mundo del hoy donde todo, todos y todas deben mostrarse.
Exculpando a Matisse de la implícita arrogancia de quien enceguecidamente se apasiona por el interés propio, he de aceptar la propuesta que en el cenit de su quehacer pictórico ese inmortal francés osó lanzarnos: “Dibujar es la honradez del arte”. Honradez, ciertamente, porque el trazo, o en concreto, la línea, es el recurso fundamental que define aquella forma expresiva, y el dibujo, representación de los objetos sobre una superficie plana, desafía a quien deposita en ella su imaginación como máxima propuesta del pensar trasladándole así a una dimensión de lenguaje universal. Tal cosa fue lo que estableció el bielorruso Vygotsky en dos conceptos pioneros y transformadores: el dibujo como signo icónico figurativo (mimético), y como signo plástico poseedor de códigos que, armados del color, la textura y la línea se transforman en pura abstracción.
Desde los sumerios al renacentista Brunelleschi, padre de la perspectiva cónica, arribamos al lápiz del da Vinci que revoluciona el dibujo europeo premoderno no sólo gracias a sus innovaciones en la tinta, el color y el papel sino sobre todo por la incorporación de un nuevo concepto de las proporciones magníficamente ejemplificado en El hombre de Vitruvio. Tales logros fortalecieron la escultura, la pintura y la arquitectura, hecho revelado justamente en la mayor parte del trabajo gráfico de Leonardo donde el genio trató asuntos indirectamente conectados al quehacer artístico: la anatomía corporal, la cartografía, las máquinas de vuelo o la relación entre la luz y la sombra.
Retornemos a las proporciones como preocupación creativa en el acontecer pictórico. Quizás como signo del ya mencionado interés del hombre sobre la relación consigo mismo y con lo que le rodea, la interrelación entre las partes corporales ocupó a importantes escultores de la antigüedad incluyendo a Policleto, a los egipcios inventores de la cuadrícula del puño como unidad de medición hasta el arribo de la Edad Media cuando la concepción matemática del Monte Arthos divide la altura corporal en nueve partes entrelazadas y que el italiano León Battista Alberti corregirá “descubriendo” en el proceso la profundidad del cuerpo documentado en su libro De statua. Mas, es Leonardo quien desarrolla las escrupulosas mediciones antropométricas que hacen del canon vitruviano un inigualado referente artístico de tal complejidad que incluso el propio autor deja incompleta dicha obra acaso porque, a juicio del académico Johannes Nathan, al profundizar en ella cada vez se le hacían más patentes las insuperables dificultades de la materia.
Estas anotaciones han sido provocadas por dos exposiciones únicas en la museografía contemporánea organizadas por el Metropolitan Museum of Art de Nueva York: “Miguel Ángel: dibujante y diseñador divino” y “Leonardo a Matisse. Dibujos de la colección Robert Lehman”. En la última, sesenta obras de la afamada pinacoteca trazan el desarrollo del dibujo europeo desde el Renacimiento al temprano siglo XX. Cuatro secciones narran la historia en Italia, en la Germania y el Flandes de los siglos XV – XVII, a través del trabajo de los dibujantes franceses e italianos premodernos hasta finalizar con el impresionismo temprano. Dentro de la pléyade de artistas (Ingres, Seurat, Goya…) y entre temas que van desde las narrativas mitológicas, los personajes bíblicos, el panorama geográfico y la figura humana, se destacan algunas obras maestras: Un oso caminando, de Leonardo da Vinci, la reinterpretación de La última cena de Rembrandt y un Autorretrato de Durero.
Albrecht Dürer, Durero, vivió en la Europa nórdica que asumió el Renacimiento gracias al intercambio comercial entre las ricas naciones del viejo continente incluyendo su Alemania natal. Las obras de este visionario incorporaron la idealización y equilibrio de la composición, así como la atracción por la naturaleza. Fueron sus autorretratos, sin embargo, los que más influenciaron el retratismo premoderno; tres versiones transitan desde el joven pintor prenupcial en 1493, el hombre pleno que ya ha enriquecido su arte en 1498 y una tercera posteriormente bautizada por algunos como un autorretrato “cristológico”. El Metropolitan expone Autorretrato, estudio de una mano y almohada completada cuando Durero apenas contaba con 22 años, obra que para muchos simboliza el despertar de su conciencia creadora. Una mano y una almohada en todos sus detalles dominan el dibujo en una suerte de dialogo que algún crítico ha dicho representa la conversación entre mano y mente, entre la creatividad mental y física. La mano creadora como autorretrato alterno del artista que según Nicolás de Cusa aloja en ella “todo el carácter del hombre”.
Entre los da Vinci llama la atención Un oso caminando (1485), dibujo revelador de su interés científico y cuestionador hacia lo viviente y el mundo natural; a través de la anatomía comparada el maestro comprendió los detalles de la fisionomía a partir del estudio de aves, perros y las más variadas especies llegando incluso a establecer lazos entre la rabiosa expresión facial del hombre y la dentadura de los corceles o entre el olfato de los felinos y su anatomía cerebral. En suma, da Vinci legó en estas representaciones un bestiario tan aleccionador como el resto de su gigantesca obra pictórica hecho igualado sólo por otro genio treinta años menor: Miguel Ángel Buonarroti.
Justamente a la par de la muestra Lehman, la exposición “Miguel Ángel: dibujante y diseñador divino” entrega 133 dibujos, pinturas y estatuas del florentino provenientes de 50 museos (Uffizi, el Louvre, la Albertina vienesa…) recordatorios de la perenne trascendencia de un creador que para sus cuarenta años ya había sido bautizado “El divino”. Irrepetible por su complejidad organizativa y por la limitada exposición a la luz natural que las obras toleran, ella ha sido catalogada por el New York Times como un tour de force histórico, panóptico de una titánica carrera que paradójicamente Il divino depositó en los medios más frágiles: el papel, la tiza y la tinta. Por razones de espacio una sola obra puede ser comentada aquí, y a mi juicio ella sustenta a todas las demás: “Los arqueros” (1533).
Este es un dibujo de motivos mitológicos, neoplatónicos para los conocedores, en el que aparecen jóvenes arqueros de ambos sexos con cuerpos magistralmente detallados en tiza roja quienes misteriosa y fallidamente, lanzan flechas sin arcos visibles en dirección a un herma. Debajo de ellos el ángel Cupido duerme impertérrito ignorando unas criaturas que parecen soplar llamas en la misma dirección que los protagonistas confesándonos quizás que la pasión solo puede ser guiada por el amor; y dejando implícito además que como “fundación de todas las formas artísticas” (Vasari), será el dibujo quien acogerá en su seno la eternidad del sentimiento. No importa la época.