“Sea cual sea la forma del Estado burgués, emplea siempre el consenso y la violencia como mecanismos de dominación que puede expresarse de un modo casi matemático: a mayor consenso o hegemonía de la clase dominante del Estado burgués y el bloque dominante sobre el pueblo, mayor posibilidad tiene este de garantizar y mantener su dominio por la forma democrática. A menos capacidad hegemónica más hace descansar su dominio en el uso de la fuerza y la coerción (…) Las formas democráticas expresan mayor eficacia de los mecanismos de vinculación de la clase a la sociedad civil (…) mientras las formas autoritarias descansan más en el Estado estrictamente”.
He citado aquí el texto “El Estado dominicano. Origen, evolución y su forma actual” de Nelson Moreno Ceballos (publicado en 1989 y su autor, apreciado amigo, acaba de partir al infinito) para poner en contexto lo que acaba de hacer la PGR dominicana el jueves 7 de junio de 2018. Es importante también recordar, gracias al texto de Moreno Ceballos, que el Estado en sentido amplio es -citando a Gramsci- “el complejo de actividades prácticas y teóricas con las que la clase dirigente (diferenciar aquí el matiz con clase dominante) no sólo justifica y mantiene su dominio, sino que logra obtener el consenso activo de los gobernados”.
Pero en sentido estricto y estrecho, el Estado vendría a manifestarse como centro unificador del poder político en términos de que concentra el gobierno, el parlamento, los tribunales y las armas, mientras la otra dimensión del poder político, la sociedad civil o “lo privado” (en términos de Gramsci y no de USAID) es la que gestiona los espacios, instancias y actividades más propias de la hegemonía intelectual, ideológica, moral y cultural, como los partidos, sindicatos, asociaciones, las religiones, las ONG, la educación formal y no formal, los medios de comunicación.
El día de ayer ha dejado de manifiesto que la capacidad de los partidos -empezando por el partido oficial- ha llegado a una exacerbación de su modo de acumulación (corrupción que funciona en la impunidad, en base a la debilidad histórica de la clase dominante) y con ello el notorio agotamiento de los recursos para ocultarlo o bien procesarlo de forma legítima a los ojos de la sociedad, que a su vez vigila, aumenta en escepticismo y se informa de otra forma. Las opciones que tenían era hacer lo que se hizo ayer o directamente no hacer nada, que es casi lo mismo.
En el caso dominicano y de países como estos -en que sociedad civil y Estado no están estrictamente definidos y diferenciados, y los partidos se vuelven partidos de Estado- la acción judicial pasa a ser una forma de resolver las crisis potenciales a medio camino entre la legitimidad y la coerción, violando la legalidad “a la franca”; no hay represión ni violencia física sobre las masas, pero tampoco hay validación política de las decisiones. Eso que llamamos “impunidad” no es solo que los tribunales no funcionan, es la falta de pudor total en una convicción de que “pase lo que pase, no va a pasar nada”.
Sobre lo anterior añadiremos un comentario al final, pero primero digamos que, a la vez, lo que ha ocurrido no sería posible sin la complicidad total de la comisión de grandes empresarios, religiosos y medios que directamente falsearon un informe al país sobre Punta Catalina y su complicidad para administrar la verdad de los contratos públicos. Es decir, la parte no partidista de la sociedad civil, los agentes de la clase dominante, en colaboración franca con el control político del Estado, decidieron tirarle un salvavidas a la clase partidista, en primer lugar, a la facción del (ex)PLD que gobierna. Y a su vez, el principal partido de “oposición” ha transado, a ojos vista, su propia impunidad, sacrificando a dos veteranos para salvar la vida. Han jugado el juego y, evidentemente, el beneficio fue mayor que el costo.
Como decíamos, esta impunidad, y esta medida a medio camino de la represión, pero de todas maneras violatoria de la propia legalidad, es posible también por la convicción de que “no va a pasar nada”.
Esa convicción se fundamenta en varios datos, pero resaltemos tres: 1) la ya mencionada complicidad de los cuatro principales partidos, pues al final todos tienen “cola que le pisen” y deben negociar; 2) objetivamente la élite política, empezando por su facción gobernante, sabe que la mayoría de la gente en barrios, campos, trabajos y sus organizaciones fundamentales están sometidos al clientelismo y neutralizados por este, profundamente despolitizadas, fragmentadas y desmovilizadas, y 3) están convencidos de que el movimiento ciudadano que recorrió todo el año 2017 está menguado, y que no cristalizó en su momento en una fuerza social capaz de modificar significativamente la correlación de fuerzas (más allá de si más adelante lo logre).
La crisis de legitimidad (incapacidad para resolver problemas de gobernabilidad por medios estrictamente democráticos y legales, quebrando los propios supuestos ideológicos del sistema) parece administrable. No se traduce en una ruptura con la clase dominante (más bien se protegen mutuamente y ésta reconoce el inmenso poder del centro de mando político) ni se da en condiciones para una efervescencia social. La legitimación se resuelve por otras vías, digamos, falseadas, y eso necesariamente se convierte en una espiral. Solo cabe esperar más y más impunidad, negociados, pactos y, claro está, ajustes de cuentas eventuales con quienes desafíen en serio ese entramado. Los demás serán simplemente “moscas alrededor de la mesa”.
De nuevo, la salida depende (por ahora) de que una fracción del partidismo rompa con este esquema, y debilite la homogeneidad del pacto de impunidad, y que se oriente al mismo tiempo a establecer una alianza convocante al todo social. Hasta ahora, nadie de afuera cuenta por sí solo con los factores objetivos y subjetivos suficientes para quebrar la solidez del entramado del poder político y su centro de mando. Por otro lado, sería muy importante que un movimiento ciudadano resurgiera, con la indispensable independencia, el carácter democrático y el rol politizante (no necesariamente partidista) que asegure hacerlo representativo de la diversidad de dolores de la gente, desafiante ante la solidez de la dominación política actual y que encarne la urgencia de una regeneración democrática del país, contemplando, pero también trascendiendo, el debate meramente jurídico y moral.