La mujer dominicana, como grupo social, sufre diariamente de atropellos y tratos discriminatorios arbitrarios y, justificados por el fundamentalismo patriarcal enraizado en nuestro ecosistema isleño. La razón de la vulnerabilidad de las mujeres es su género y, su discriminación es una sinrazón que afecta seriamente a este colectivo. En la medida que las mujeres no gocen igualitariamente de sus derechos y libertades constitucionalmente reconocidas, reviste de suma importancia recordar que la búsqueda de una sociedad más equitativa, igualitaria e inclusiva es una lucha que nos concierne a todos.
El núcleo de la vulnerabilidad de la mujer por su género se debe a prototípicos prejuicios de una arcaica masculinidad que raya en lo primitivo y una trasnochada cultura religiosa incapaz de adecuarse a los lineamientos de una democracia que se dice llamar moderna. Tristemente, estas mutilantes tradiciones milenarias aún galopan con fuerza en nuestra sociedad, de hecho, solo basta con caminar dos metros por las calles de nuestras ciudades para degustar el amargo sabor de la deplorable conducta de ciertos machos dominicanos, que diariamente atentan contra la dignidad que asiste a toda mujer y que muchos pretenden desconocer.
La discriminación económica, intelectual, laboral y social hacia las mujeres, parte de la misma ideología cultural, la errada concepción del papel “natural” que ellas deben jugar en la sociedad. Esta absurda minimización asentada sobre bases infundadas se proyecta en la adscripción de la mujer a roles familiares y hogareños, que trae como consecuencia el silenciamiento de su voz, la privación de participar activamente en la política y la magnificación de la violencia doméstica. Un Estado masculinamente articulado confina la expresión de la feminidad a la gruta de la desigualdad, donde se incentiva el sometimiento, la marginalidad y la coacción sexual.
En ese contexto de discriminación y, partiendo de la realidad generalizada de las mujeres dominicanas debemos preguntarnos ¿qué remedios ofrece la Constitución a los justos reclamos feministas? Nuestra norma fundacional exalta la igualdad como un valor supremo del ordenamiento que vincula y condiciona el accionar estatal hacia la concreción efectiva de esta proclamación. El Estado dominicano y sus distintos estamentos cargan con el deber constitucional de luchar enérgicamente en contra de las desigualdades que padecen las mujeres. En ese sentido apunta nuestra Constitución cuando dispone en su artículo 39.3 que “El Estado debe promover las condiciones jurídicas y administrativas para que la igualdad sea real y efectiva y adoptará medidas para prevenir y combatir la discriminación, la marginalidad, la vulnerabilidad y la exclusión.”
La ley sustantiva, repudia tajante y abiertamente la desigualdad de género, esto se evidencia de la lectura de su artículo 39.4 que: “(…) prohíbe cualquier acto que tenga como objetivo o resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio en condiciones de igualdad de los derechos fundamentales de mujeres y hombres.” En el ámbito político, la norma fundamental reconoce que el perfeccionamiento de la mujer en sociedad es pura retórica sin una intervención directa y significativa de éstas en las esferas del poder, por eso en el articulado 39.5 ordena al Estado a “(…) promover y garantizar la participación equilibrada de mujeres y hombres en las candidaturas a los cargos de elección popular para las instancias de dirección y decisión en el ámbito público, en la administración de justicia y en los organismos de control del Estado.” De una interpretación teleológica de los preceptos constitucionales señalados, es posible concluir que el Estado dominicano no puede permanecer inerte ante la desigualdad, so pena de ser un cómplice de esta.
Formalmente es posible vislumbrar que el género, como categoría o medio de estratificación social, es incompatible con nuestro Estado de Derecho y a pesar de la existencia de mecanismos constitucionales para legitimar el intervencionismo estatal con la finalidad de erradicar la discriminación hacia la mujer, las tiránicas y antagónicas fálicas estructuras se encuentran materialmente inalteradas, una muestra sencilla, pero bastante ilustrativa de la opresión que ejerce ese status quo, es la penalización absoluta del aborto que proscribe y cercena el derecho de la mujer a elegir sobre una esfera tan privada como lo es su integridad personal. Estas son las expresiones de la supremacía masculina que siguen privando irracionalmente a la mujer.
En definitiva, erradicar la discriminación hacia la mujer no es solo una labor del Estado, también es una tarea del hombre, pues en esta lucha todo somos responsables de lo que hacemos y de lo que omitimos, de lo que defendemos y manifestamos, de lo que decimos y también de lo que callamos. Comprometernos con la causa de la igualdad, no es solo de justicia, sino que es saldar una deuda con la mujer, que hasta el día de hoy es oprimida y socavada por un sistema irreflexivo que merece ser desterrado.