El debilitamiento de la fuerza mecánica del corazón, la Insuficiencia cardiaca en el argot médico, ha alcanzado niveles epidémicos en todo el mundo; de hecho, en los EEUU más de 700 mil enfermos se hospitalizan anualmente como consecuencia de esta condición. A pesar de los avances en su tratamiento en muchos casos se requiere la implantación quirúrgica de bombas mecánicas artificiales, verdaderas antesalas a un trasplante de corazón. Estas son conocidas como LVAD’s (dispositivos de asistencia ventricular izquierda, por sus siglas en inglés) de las cuales hay ya más de 25 mil unidades en uso en todo el mundo y el HeartMate II es el modelo más comúnmente empleado.
Se trata de una máquina portátil de 3 pulgadas de diámetro y 10 onzas de peso estimulada por energía eléctrica proveniente de una batería que le permite desviar la sangre desde la punta del ventrículo izquierdo –la principal cámara cardiaca– a la arteria aorta. Es decir, el Heartmate II hace que la circulación sanguínea deje de ser pulsátil y se convierta una corriente continua impulsada por el aparato aliviando así al corazón mientras éste sigue latiendo sin ejercer su magna función de bomba mayor.
Gracias a aquellas reconexiones hidráulicas el individuo literalmente sobrevive sin necesidad de su propio corazón y como resultado, curiosamente el pulso deja de percibirse en el portador de estos dispositivos hecho que a todas luces, sacude la concepción de que su palpación como signo vital es un indicador de vida o en el caso de su ausencia, el equivalente a un diagnóstico de muerte. La ciencia moderna, pues, tal cual lo sucedido a los que viven conectados a los LVAD’s, parecería haberle arrebatado a la tradición galénica el significado de la medición del pulso destinándole de tal forma a ser apenas un prescindible e irrelevante parámetro fisiológico.
Recordemos que el pulso es la manifestación de los latidos cardiacos en las arterias, los conductos transportadores de la sangre a través del cuerpo, y que puede palparse en la muñeca, el cuello o en otras áreas menos obvias para los desconocedores de la anatomía. A través de los siglos y en múltiples civilizaciones el hombre sintió curiosidad por su propio cuerpo explorándolo con obsesivo detalle tal cual lo sucedido con el examen del pulso en la medicina china fundadora de la disciplina a cargo de su estudio: la esfigmología. Entre sus pioneros representantes encontramos a Huangdi, el Emperador amarillo, y a Wang Shue quien publica en el año 208 el primer tratado sobre la materia donde describe 24 tipos de pulsos detallando sus características místicas y filosóficas.
Se sabe, por otra parte, que los cardiomiocitos (las células musculares cardiacas) son incapaces de dividirse, es decir, no puede el corazón humano renacer posterior a nuestra llegada al mundo. Sin embargo paradójicamente, en un hito nunca antes sospechado la ciencia descubre que la mecánica circulatoria artificial contribuye a la recuperación del corazón enfermo. Gracias al “descanso” que disfruta el ventrículo con los dispositivos de asistencia ventricular, las fibras cardiacas se regeneran y mejoran su función al punto de que en ocasiones se logra la extracción de los LVAD’s en sujetos que previamente eran dependientes de ellos para sobrevivir.
Por tanto, la conceptualización científica del morir nuevamente está siendo sacudida como resultado de la manipulación de los llamados signos vitales: porque no basta con poder mantener una persona viva a través del respirador que le otorga el hálito perdido; no sólo se puede, y día a día así ocurre, sino que es rutina mantener la presión arterial a niveles adecuados en pacientes críticamente enfermos gracias a los fármacos vasopresores. No sólo hemos sido capaces de retornar a un moribundo el pulso y el latido cardiaco utilizando un marcapasos o la reanimación cardiopulmonar, sino que aún más, hemos logrado poder vivir sin pulso. Luce por tanto, que en la contemporaneidad se ha hecho más difícil o casi imposible definir la muerte partiendo del estamento tradicional.
Bauman ha indicado cómo en la sociedad volátil de nuestra época se ha renunciado a la memoria y cómo predomina en ella la inestabilidad inducida por la desaparición de referentes; es la modernidad líquida donde la única entidad poseedora de una expectativa creciente de vida es el propio cuerpo y en la que el individuo tiene que reinventar y moldear nuevas caras a fin de sobrevivir en la cada vez más globalizada comunidad de nuestra especie. Yo añadiría que la desaparición de las metáforas del corazón y de la muerte es justamente la penosa consecuencia de dicha liquidez. Tiembla, amenazado, el inconsciente colectivo invadido por los demoledores avances científicos.
Las brillantes mentes del anatomista Vesalio y el cardiólogo William Harvey, indiscutibles héroes de la comprensión moderna de la anatomía y función cardiovascular, entendieron dicho órgano como nadie nunca antes lo hizo apenas en el siglo XVI y XVII. Mas, mucho tiempo después, el mundo ha cambiado poco en lo referente al pulso: la fiebre y múltiples enfermedades siguen afectándole. El corazón, ahogado en excesos, se rebela asesinando gente y las mentiras, demostradas o no con el pulso agitado frente al polígrafo, deambulan en todos los rincones de la actividad humana.
Jordi Soler ha sugerido que el Macbeth shakespeariano es una fertilísima fuente de simbolismos sobre el corazón y sus usos destacando entre ellos lo que describe como un “desuso”: la necesidad del dueño esconderle, de callarle a fin de no evidenciar sus intenciones. Así, destaca el autor, en la trama final de la monumental pieza Macbeth, atrincherado en el castillo junto a su lady loca reconoce el poderío del corazón como motor del alma: Por el alma que me guía y el corazón que me late… ¿Es entonces el órgano el que se expresa como vocero del alma, o es el alma misma que susurra a través de él?
Algunos, como la joven poeta granadina Sara Castelar Lorca, dejan a un lado el corazón armados de aquella intención de desuso (o descanso) en una suerte de exploración, despojo o búsqueda del sí: Quiero amar más allá, mas allá de lo amado / y en esta ciudad sola que se enrosca en si misma / donde los hombres hablan la lengua del destierro / y los niños no inventan sus canciones de niños, / buscar el abandono, / abandonar el pulso para reconocerme. Otros, como Aristóteles, continuamos lamentando mientras tanto la pérdida de la inviolabilidad del corazón, su progresivo silenciamiento y sobre todo la transformación de aquellos simbolismos a manos de la ciencia. Cabría recordar en este contexto las afirmaciones del sacerdote, arquitecto y médico egipcio Imhotep quien en el 2690 a.C. sentenció que no importara la región corporal tocada, “en cualquiera de ellas se encontrarían arterias y el corazón hablaría a través de ellas”.
Hoy, contrariamente, parecería que ha enmudecido el corazón.