Esta semana ha sido de vigilia para una amiga de infancia, quien espera en cualquier momento, desde el exterior donde reside, la noticia de la partida de su padre que agoniza por complicaciones derivadas del Covid-19 en un hospital en Santo Domingo.
Ambos están en paz. El paciente, en profunda sedación. Su hija, en permanente oración.
Tuvieron un grato último encuentro en Navidades. Una despedida perfectamente conclusiva a una vida que supera los noventa y cinco años del progenitor. Ella lo hizo parte de recientes alegrías, que apoyan la tranquilidad que experimenta en la despedida no ordinaria.
Llamó mi atención su respuesta cuando, queriendo darle apoyo, me expresé con una de esas frases típicas en tales circunstancias. Referí la satisfacción de haber sido una buena hija. Inmediatamente aclaró que no fue una hija perfecta. Sin embargo, sabe que su papá conocía su intención de ser la mejor posible.
Su precisión es tan válida. El balance en el banco emocional es más importante que el monto o la frecuencia de los depósitos. La recolección final vale más que la realidad compartida entre dos personas.
Es claro que no puedo conformarme con un acompañamiento convencional para esta amiga cercana, aunque a miles de kilómetros. La confianza que nos une me autoriza a uno alterno.
De todos los oficios que desfilan cada sábado por esta columna, la de los músicos parece ser mi arte inconscientemente predilecto. Mi amiga de larga data tiene la gentileza de acompañarme con la lectura cada sábado, seguida de ocurrentes GIFs y mensajes remitidos desde Canadá antes a México y ahora a Santo Domingo, con lo que nos reímos de mi supuesta buena memoria para el compendio del pasado.
Releo algunas entregas previas y ciertamente sueno como un radio encendido que cruza por el dial deteniéndose algunas veces en la emisora X-102, de rock contemporáneo, otras en Radio Guarachita de salsa, merengue y bachata; o, con menos frecuencia, en Raíces, emisora de música clásica.
Hoy, la aguja se detiene para ella en las emisoras de Teo Veras (EPD), disc jockey de generaciones, donde solíamos escuchar a los Bee Gees en nuestros días escolares. Los más jóvenes pensarán que hablo de la 91, pero no. En esos tiempos setenteros los programas radiales del locutor, cuando era un joven atrevido poniendo música popular en frecuencia modulada, se llamaban La Pantera y La Misma Fiera.
En vista de que no podemos hacerlo juntas, como cuando fuimos a ver Saturday Night Fever (1977) (Fiebre del sábado por la noche) al cine, le pido a ella buscar en las plataformas el documental del director Frank Marshall: How can you mend a broken heart? (¿Cómo curar un corazón roto?) homónimo con una canción de la agrupación musical.
Una de las buenas cosas de ser adultas es no tener que sentarnos en el piso de un teatro con alfombras olientes a refresco derramado y goma de mascar prensada, como nos tocó en esos días en el cine Naco, gritando de emoción entre tantos adolescentes bullosos como nosotras.
No voy a estropear ni para mi amiga ni para quien lee estas líneas, el trabajo cinematográfico recomendado. Solo pedirles disfrutar una oda a la hermandad, desde la recolección de Barry Gibb, el hermano sobreviviente.
Esta propuesta es a la vez una reflexión ante el inexplicable olvido, e incluso odio, con que algunos ponderan la música de los Bee Gees. Marshall plantea algunos motivos que van más allá de los gustos, y apuntan al rechazo por las minorías de donde provienen los temas de género R&B, comercialmente conocida en esa etapa como música disco, compuestos y ejecutados por estos artistas.
No se me ocurre mejor manera de un contigo en la distancia para esta hermana de la vida.
Como nadie sabe qué sueña el que abandona su cuerpo justo antes de dejarlo, pretendamos querida amiga que tu padre te soñará en la terraza de su vieja casa de la avenida México, con vistas al patio de árboles frutales y más allá al mar, bailando frente a su tocadiscos las canciones de los Bee Gees como solíamos hacerlo imitando lo visto en Teleinde, en Su especial de medianoche.
Piensa que su subconsciente cansado de luchar prefiere presentarte en los sueños de sus últimas horas, en las últimas tuyas en la edad de la inocencia; esa que concluye cuando con doce o trece años oímos alguna canción de amor que nos hace soltar para siempre las muñecas y soltarnos las colitas del pelo. En nuestro caso, esas canciones fueron How deep is your love, More than a woman y I just want to be your everything.
Estaremos allí en su posible sueño contigo, aunque ni recuerde nuestros nombres; esas otras muchachitas traviesas, Nancy, Claudette, Gina y Angélica. Espero no aparezca el teléfono negro en el pasillo bajo las escaleras, para que Nancy no se le ocurra lo de siempre en esos años: vamos a darle una lata a …
Interrumpo la fe de tus oraciones para entregarte el amor de alguna canción romántica de los Bee Gees; a la vez de recordarte que, en alguna esquina de la vida que se extingue, quizás el corazón cansado se enmienda viéndote por última ocasión, en tu más pura limpidez.