La mayoría de las personas pensamos que, por debajo de la Constitución, la fuente del derecho más importante lo es la ley. Pero la realidad es que -pese a la superioridad jerárquica en el sistema de fuentes de la ley y la innegable importancia histórica y política que esta ha tenido en los ordenamientos jurídicos insertos en la familia romano-germánica, donde es considerada, después de la Constitución, la máxima expresión de la voluntad general y el producto por excelencia de la representación popular en el Poder Legislativo- los reglamentos superan dramática y exponencialmente en número a las leyes y son la fuente más usual de las obligaciones de las personas frente a la Administración, que ha sido, es y seguirá siendo el poder del Estado más poderoso, presente e invasivo en la vida cotidiana de la población. Y, sin embargo, no hay fuente del derecho que más problemas presente, desde la perspectiva de su configuración constitucional, que el reglamento, principalmente en lo que respecta a su dominio y relaciones con la ley.
Admitamos de entrada lo que, en principio, nadie cuestiona: el reglamento no puede ir contra la ley, su función es facilitar la aplicación de las leyes y debe limitarse al desarrollo de la ley, a aspectos de detalle, sin añadir derechos ni imponer cargas. Supongamos, además, por un momento, que no existen reglamentos independientes, es decir, desvinculados de una ley previa, o que, si existen, en virtud de la facultad del Presidente de la República de dictar reglamentos “cuando fuere necesario” (artículo 128.1.b de la Constitución), estos son residuales y están limitados a aquellas materias que no están expresamente reservadas por la Constitución al legislador, que no han sido objeto de previa intervención legislativa y que no afecten los derechos fundamentales o el patrimonio de las personas, como lo sería la actividad prestacional o de fomento.
Si estuviésemos de acuerdo con lo anterior -contrario a la doctrina que está profundamente dividida al respecto, específicamente respecto a la validez constitucional de los reglamentos independientes-, ese acuerdo no despejaría del todo los problemas inherentes al reglamento. Y es que la problemática crucial del reglamento se presenta hoy no tanto respecto a los llamados reglamentos independientes sino en el campo de aquellos reglamentos que, a pesar de que son habilitados por la ley, no encuentran prácticamente contenido en la ley que ejecutar, como ocurre mayormente con los dictados por organismos reguladores creados por el legislador.
Veamos dos ejemplos provenientes del sistema monetario y financiero que ilustran este punto. El primero de ellos es el relativo al encaje legal de las entidades de intermediación financiera (EIFs). La Ley Monetaria y Financiera (LMF) dispone que la Junta Monetaria “establecerá la composición del encaje según la moneda en que estén denominados los fondos, el porcentaje, la base de cómputo, el período de cómputo, las posiciones con los criterios admisibles de compensación intra-período, eventualmente su remuneración y los límites a la intensidad o a la frecuencia de desencajes” (artículo 26.b.1). Como se puede observar, los elementos más importantes del encaje los establece reglamentariamente la Junta. ¿Se imaginan ustedes que la Constitución permitiese que el Código Tributario dispusiese que el Poder Ejecutivo pudiese aumentar o disminuir la tasa de los impuestos o incluir en el pago de los impuestos bienes que están exentos de estos conforme la ley? La segunda de las ilustraciones es la atinente a la reglamentación del gobierno corporativo de las EIFs. La LMF apenas establece que “de acuerdo con los requerimientos mínimos que se establezcan reglamentariamente, las entidades de intermediación financiera deben contar con adecuados sistemas de control de riesgos, mecanismos independientes de control interno y establecimiento claro y por escrito de sus políticas administrativas” (artículo 55). Ese escueto precepto legal ha servido de habilitación para todo un marco normativo de la gobernanza corporativa bancaria que va desde la exigencia de directores independientes en los consejos de administración de los bancos hasta el establecimiento de funciones a dichos consejos y de causas de separación inmediata de sus miembros, obligaciones que ni están en la LMF ni en la Ley de Sociedades. Es precisamente en el ámbito de estos reglamentos que no son mero desarrollo de la ley, sino que son el resultado del poder normativo de unas administraciones con un amplio margen de discrecionalidad para regular un sector, donde el reglamento, para usar la frase de Churchill respecto a Rusia, se vuelve verdaderamente “un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”.