–Esto no me está gustando –rebuznó el empleado– La próxima vez habrá problemas…
La secretaria, que estaba a unos pasos, en un escritorito de mala muerte, sonrió sardónicamente.
Y el empleado selló el ticket.
Entendí, entonces, que no me sería fácil volver en avión a la capital.
Al parecer, el amiguito sospechó que algo andaba mal con mi identificación de periodista de Radio Clarín, lo que me permitía pagar siete pesos, en lugar de los catorce que costaba el pasaje de Santo Domingo a Puerto Plata, en Alas del Caribe, la empresa de Nivar Seijas, que le hacía estas concesiones a los militares y personas ligadas al jefe militar balaguerista.
El amigo Héctor Tineo me había conseguido ese carnet, que me sirvió de mucho en los tenebrosos Doce Años.
Ahora, me aprestaba a asistir a la que sería la última audiencia en la causa que se le seguía al hijo de Miguel Soto, uno de los íconos del movimiento sindical, que fue una estrella que irradió su luz de honestidad y decoro en todo el horizonte que se vivió en los años dorados.
Fidel guardaba prisión, desde hacía nueve meses, junto al militante revolucionario Félix Cid.
Yo era del Partido Comunista Dominicano (PCD) y él de la Línea Roja del 14 de Junio. Ambas organizaciones tenían serias discrepancias en lo concerniente a cómo enfrentar al régimen balaguerista de los Doce Años. Pero para mí era una honra estar en la barra de defensa de aquel joven revolucionario que respondía al nombre de Fidel Soto (imagino que su papá lo bautizó así en honor al personaje más importante que ha parido el continente americano en toda su historia).
Preso en la cárcel de la fortaleza militar Fidel soportó, con el valor que caracteriza a un revolucionario, las golpizas y ultrajes que eran el sello gomígrafo de las cárceles en aquellos años.
Afortunadamente, el pueblo de Puerto Plata estaba de nuestro lado. No sólo las masas populares, sino también el comercio y el turismo, que abogaban por la libertad de los presos políticos, pues el estado de agitación que predominaba afectaba sus intereses.
De manera, que llegué al parque, donde me esperaba Félix R. Castillo Plácido, poeta y abogado, que me acompañaba en la barra de la defensa. Y, juntos, nos presentamos al juzgado donde comenzó la audiencia.
Lo primero que notamos fue que el fiscal, Ernesto Llibre Quintana, hermano del mejor declamador que hemos tenido, Juan Llibre, parecía coincidir con nosotros
Después que pasó el pobre testimonio del celador de aduanas que fue fue llevado al efecto, en el pasillo, tres policías esperaban su turno. Les habían instruido para hablar de las armas con las que habrían atrapado a Fidel y a Félix Cid. Explicarían que los atraparon “con las manos en la masa”. Pero ellos no estaban allí. Dirían que los acusados eran agitadores comunistas, ateos y disociadores. Que eran una pieza clave “en los planes para derrocar al gobierno legalmente establecido”.
Castillo Plácido y yo debíamos seguir la línea de los abogados del pueblo: César León Flaviá, Abel Rodríguez del Orbe, Julio Aníbal Suárez, Orlando Rodríguez, Manuel Wenceslao Medrano, Frank Fuentes y muchos otros.
De manera, que cundo me tocó enfrentar al primero de los agentes, éste levantó el pecho y esperó la embestida. Se suponía que yo debía zarandearlo. Triturarlo. Y pulverizarlo.
Pero lo señalé y dije:
“Honorable Magistrado: este hombre que veis aquí es un policía. Un ignorado. Un castigado. Un olvidado. Un humilde hijo del pueblo. Mientras está con nosotros los dueños de este país seguramente pescan en sus yates, cuentan los millones que han ganado o disfrutan de una copa de champaña durante un juego de golf. Los hijos de este policía tienen que caminar varios kilómetros a pies para ir a la escuela, con zapatos corroídos, ropas deshilachadas y las esperanzas inciertas. En cambio, los hijos de los que lo mandaron aquí disfrutan de los mejores colegios, con un futuro de oro. Las esposas de estos policías, Magistrado…, mientras las esposas y queridas de los que los mandaron… A ellos los han enviado a para que se mantenga en prisión el compañero Fidel Soto, pero ellos no saben nada de lo que pasó. Ellos no son verdugos, magistrado. Son humanos. Son humildes. Son, debo repetirlo en voz alta, verdaderos hijos del pueblo. Por eso estoy seguro de que dirán la verdad. La única y verdadera verdad, magistrado: que ellos no vieron nada, que ellos no encontraron nada. Que ellos no saben nada…”
Cuando terminé de hablar el juez le pregunté:
–¿Qué sabe usted de este caso?
–Nada, señor juez.
–¿Entonces, usted no vio las armas?
–No señor.
–¿ No estaba cuando los atraparon?
–No señor.
Y, así, después de varios “no señor, no señor, no señor” el juez entendió que ellos dijeron la verdad. Toda la verdad. Y nada más que la verdad.
El diputado Balbuena Fárington, reformista, se puso de acuerdo con el fiscal y la gobernadora. Y la causa se sobreseyó “hasta que aparecieran las armas”. Fidel Soto y Félix Cid quedaron en libertad.
Ya afuera, invitamos a los policías, que nos acompañaron a brindar con una cerveza, aprovechando para explicar a los policías lo que me pasaba con la gente del aeropuerto.
Ellos me acompañaron y, cuando llegamos, el empleado que me subestimó se turbó al ver la comitiva.
Y uno de los policías le dijo sobriamente:
–Este es uno de los nuestros. ¡Mucho cuidado con él!
La secretaria aquella, que estaba en el escritorito de mala muerte esta vez, en lugar de una sonrisita sardónica, hizo una mueca de incredulidad, al tiempo que aprovechó para excusarse y salir precipitadamente a exonerar los intestinos pues, según ella, “había comido algo que me cayó mal”.
Y no piensen que fue de otra manera.
Yo puedo decirlo.
Yo estaba allí.
(Relato inédito del libro “Antesala del infierno: yo estaba allí”, a salir próximamente)