Lentamente, el ciudadano se convence de que la justicia puede ser independiente. Finalmente, llegaremos a saber que desfalcar al Estado es un delito que lleva apresamiento, juicio y cárcel. Aprenderemos que sólo cuando prevalezca la ley seremos un país civilizado. Terminaríamos convencidos que es posible vencer esa cultura de corrupción enraizada en el alma dominicana.

Mientras luchemos por adecentarnos, no debemos olvidar lo que precisa el sociólogo César Pérez en uno de sus últimos artículos: “Es en la esfera de lo político donde más miedo se tiene a lo nuevo, porque a sus principales actores les resulta en extremo difícil producir ideas que los sintonice con lo nuevo o que los ayude a procesar los cambios que se producen en lo social…” Y amplía: “El enroscamiento en la concha del pasado, a veces en ideología/valores, les impide ver los cambios que origina el presente, convirtiéndose en infranqueables valladares…”

Nuestras costumbres maleadas se levantan formidables frente a las intenciones transformadoras. Recuerdan las murallas de Constantinopla. El presidente Abinader ha encontrado un valladar de hábitos delictivos aparentemente infranqueables; fortificación de complicidades crónicas, cimentadas en el desprecio a la ley. Enfrenta una clase gobernante resistente a “la gran limpieza nacional”.

Fijémonos en el poder legislativo. Ese grupo de parásitos desacreditados, movidos desde tiempos del “Compadre Pedro Juan”, al compás de intereses retardatarios y el tintinear de monedas, se han pasado por el forro (no especificaré cuál forro) los deseos mayoritarios, dejando fuera del Código Penal las “tres causales”.

En secreto, esos diputados y senadores hicieron aprestos para reducir penas por corrupción, de seguro buscando favorecer amigos o pensando en ellos mismos. Y si eso no bastase para pintarlos de cuerpo entero, recordemos que nunca quisieron aprobar la “ley de extensión de dominios”, privando al gobierno de disponer de bienes robados. Ellos, sin duda, son uno de los mayores lastres con el que tiene que bregar el país, Abinader, y sus colaboradores bien intencionados.

Tengamos presente que muchos de los casos de corrupción enfrentados con gallardía y meticulosidad por la Procuraduría, fueron denunciados por periodistas independientes y ciudadanos particulares. Pocos salieron directamente desde instituciones gubernamentales. No es de extrañar: esa cultura cómplice que describen César Pérez y otros pensadores enjundiosos infiltra al Estado actual.

Se dice que se quiere poner zancadillas a punteras y acertadas iniciativas del mandatario. El catorce de enero del presente, el ejecutivo firmó el decreto 22-21 creando una comisión de abogados con el objetivo de identificar vías legales para rescatar bienes robados al Estado. Pues bien, nadie volvió a saber de esa comisión. El “runrun” que va de boca en boca cuenta de la existencia de una oposición perturbadora dentro del anillo palaciego. Otra pared que deberán sortear los reformadores.

El pueblo sigue esperando – con menos paciencia – el encartamiento de antiguos ministros; algunos señalados por el rumor público como hombres bañados en oro por la corrupción, cuyas fortunas ponen en ridículo las del General Cáceres y su pastora. De esos ministerios – bien conocidos por todos – no salen auditorías ni sometimientos.  El intenso trabajo en que se encuentran inmersos, rescatando el turismo, salud y economía, ya no cuela como excusa. Está a la vista de todos: ni la procuraduría ni el presidente reciben la colaboración necesaria.

La histórica muralla de Constantinopla, donde por siglos tocaron retirada los ejércitos más poderosos de la época, finalmente fue penetrada el 20 de mayo de 1453 por tropas de Mehmed ll, luego de un largo asedio otomano. A la larga, la persistencia y la razón derriban las fortalezas más colosales.

Si todos persistimos, si el presidente no se rinde, y si la Procuraduría sigue implacable, esa fortaleza que cierra el paso a los cambios podrá ser derribada. Entonces, sólo entonces, saldremos del medioevo moral en que nos encontramos.