En Utopía de América Pedro Henríquez Ureña utiliza por vez primera el concepto de nacionalismo espiritual. Aunque lo distingue del político, no desdeña este último sino que, por el contrario, le confiere la  condición de  defensor del carácter genuino de los pueblos.  Hace tiempo que se ha hecho perentorio un debate sobre el vapuleado concepto de nacionalismo, revisarlo a la luz de nuevos paradigmas de la ciencias sociales, que lo distancie de los radicalismos  fanáticos y la descalificación apresurada.

Con los mecanismos de manipulación y seducción, grupos de poder  han dividido la nación, y en uno y otro extremo avizoramos posturas equivocadas, fundamentalismos y ofuscaciones que no soportan una crítica desde, por ejemplo, la psicología social y sus estudios sobre los efectos nocivos de los prejuicios. Casi de manera inconsciente creemos dinamitar prejuicios cuando de modo recursivo estamos creando otros, a veces con mayor cerrazón fundamentalista.

En este panorama acrítico nos topamos con la noticia de que fue otorgado el Premio Pedro Henríquez Ureña, a Mario Vargas Llosa, cuyas contradictorias defensas de “altos valores democráticos”  en su trayectoria politica en el Perú durante los noventas,  su denunciado conservadurismo, y sus pronunciamientos en contra de las corrientes del nuevo socialismo latinoamericano, proponen un cuadro sinuoso para cierta izquierda local ahora Vargsllosistas.

Las denuncias públicas internacionales del Nobilis Scriptor contra República Dominicana, no constituyen una obra de ficcion sino unas declaraciones politicas  y, por consiguiente, nadie puede  impedir que sean pesadas y medidas  con ese rasero. Hacer pasar sus expresiones peyorativas como pretendidamente humanísticas, entra en franca contradicción con su postura ante los indígenas en los noventa.  Sus planteamientos en el artículo aprecido hace unos años en un periódico español,  constituyen una actitud  detractora del “carácter genuino” del pueblo dominicano que descansa en su soberanía y en eso que Pedro Henrriquez Ureña llama nacionalismo espiritual, aludiendo sin dudas a los valores identitarios.

Refutar  infundios, proponer el debate a profundidad entre  intelectuales del país  es importante y perentorio; pero,  que el ofendido galardone al ofensor es una evidencia más de la autofagia, la desidentidad y la caida del sentido de pertenencia.  Aunque un jurado,  cuyo decreto es  inapelable, cometiera el error de no ponderar la pertinencia del premio, ninguna  entidad dominicana debería entregar esos honores, pero lo hará.

Mario Vargas Llosa es hoy una firma, por lo que  cualquier obra con su nombre pasa como Magnus opus; cuestionar La fiesta del chivo por ser –después del primer capítulo –un archivo de anécdotas,  o releer el Elogio de la madrastra como una caída en la brillante carrera del Nobilis Scriptor;  o quizá,  señalar la pobreza de su Cultura del espectáculo, remedo tardío de  Guy Debord, que ha pretendido pasar como libro de ensayo, siendo sólo una compilación de artículos,  sería correr el riesgo de ser llevado a la hoguera por herejía ante tal santo de las letras.

El título del artículo que publica en Acento el notable, escritor, profesor universitario e investigador, Nestor Rodriguez, es agresivo y su contenido asombra por llevar el debate al territorio que precisamente –supongo- no consideró el jurado para el otorgamiento de la distinción. Llamar miserable al que no piensa como el referido profesor,  empobrece el debate.  Cómo llamaríamos entonces al mar de voces que se levantó en contra del otorgamiento del Nobel, señalando a Llosa como “xenófobo, machista, conservador”; mientras Nestor le indilga un humanismo desconocido e infundado.

Las bases del premio probablemente declare el  Veredicto   inapelable;  empero, disentir, levantar una voz de protesta, denunciar un traspié y exigir una enmienda, tambien es insoslayable. No iremos al acto de entrega ni con piedras ni con sombrillas, a ambos lados habrá fundamentalismos y cegueras.   Miraremos de lejos una derrota más autoinfringida.