Muchos de los lectores están familiarizados con la tesis de la “manufactura del consentimiento” del lingüista, filósofo y activista político estadounidense Noam Chomsky. La expresión, otras veces traducida del inglés al español como “fabricación del consenso”, lo cual nos da una connotación interesante pues se refiere no solo al consentimiento de los gobernados sino también a la creación artificial de un consenso entre los mismos, fue acuñada originalmente por el periodista e intelectual estadounidense Walter Lippmann en su libro “Opinión Pública”, que vio a la luz en 1922 y describe el fenómeno en las sociedades democráticas del control oculto y de facto de la opinión pública por los medios de comunicación.
Este fenómeno, pasado casi siempre por alto en las escuelas de periodismo y al que apenas ponen caso las ciencias de la información, tan ocupadas con las fascinantes y actuales tecnologías de la información (TIC), es, sin embargo, de la mayor trascendencia no solo para estas dos disciplinas sino, lo que es más importante, para la democracia como sistema político, forma de gobierno y forma de vida de miles de millones de personas en el mundo contemporáneo.
De acuerdo con Chomsky, la fabricación del consentimiento se articula fundamentalmente a través de los medios de comunicación de masas que, configurados empresarialmente para la búsqueda del “beneplácito de la publicidad” y las audiencias, actúan como generadores de propaganda por las elites gubernamentales y empresariales y como diseñadores de agendas públicas que ya no requieren de la anacrónica censura gubernamental, pues esta es asumida voluntaria y gustosamente por los medios.
Aunque hay que reconocer que el modelo de propaganda institucional y de manipulación mediática que esboza Chomsky puede lucir para muchos excesivamente simple, conspirativo y orwelliano, lo cierto es que el mismo es muy útil a la hora de abordar el periodismo como genero propagandístico, la instrumentalización publicitaria de los medios de comunicación y el sistema operativo de la prensa como engranaje de la comunicación política. Sin embargo, en países donde el negocio de los propietarios de los medios no es el de la publicidad vendida a través de estos, sino el del acceso al poder que ellos dan a sus dueños, la aplicación del modelo debe ser matizada. Solo esta necesaria climatización del modelo chomskiano permite entender, para citar un ejemplo reciente y cercano, el caso del despido de Carmen Aristegui de MVS en México, y cómo –según opina el analista político Emilio Lezama- era más rentable para este medio prescindir de su periodista estrella, a pesar de que su programa era el más escuchado en el Distrito Federal y uno de los 3 más populares en la nación azteca y que esa arbitraria decisión no hace ningún sentido, por lo menos desde la óptica del mercado y del rating como base de la viabilidad económica de un medio de comunicación audiovisual.
Es en este contexto de un modelo chomskiano –aplatanado- de fabricación del consenso que debe ser entendida la interacción entre los medios y las firmas encuestadoras. Nunca había sido tan cierto como ahora la frase de Pierre Bourdieu de que “la encuesta es un instrumento de acción política”. Por eso, muchas veces las encuestas, más que “fotografías de un momento” como dice el cliché, son realmente deliberados engaños a la opinión pública. A esto contribuye la ignorancia pero también la veneración casi mística que en todas las sociedades generan los datos cuantitativos y las llamadas ciencias numéricas y exactas. Pero la demoscopia no –siempre- es neutral: las encuestas, dirigidas por el profeta del siglo XXI, que no es más que el mercadólogo político, muchas veces forman parte de una ofensiva político-mediática-empresarial, estructurada para crear en el electorado el espejismo de que hay un ganador inalcanzable, un seguro perdedor, el opositor con más chance y la revelación del año. A todo esto contribuye que lamentablemente la Ley Electoral no obliga a informar quién paga los sondeos ni tampoco a la regulación, verificación y auditoria de las encuestas, por lo que es válido y posible ocultar impunemente inconsistencias y manipulaciones metodológicas y presentar como fidedigna y fiable una encuesta manifiestamente sesgada. Por eso, tanta gente no se da cuenta de lo obvio y prefiere aceptar la mentira absurda en lugar de admitir la innegable realidad: el emperador va desnudo.
Pero… ¿puede manufacturarse tan fácilmente el consenso en la era de Twitter y Facebook? Siguiendo la célebre distinción de Umberto Eco respecto a la actitud filosófica frente a la cultura de masas, podemos adoptar una de dos posiciones respecto al impacto de las TIC en la manufactura del consenso: la de los “integrados”, que entienden que estas son una herramienta poderosa del ciudadano para combatir la propaganda oficial, y la de los “apocalípticos”, quienes consideran que las TIC son realmente mecanismos de manipulación política de alta precisión. Quisiera por esta vez ser optimista, inclinarme por una actitud integrada frente a las TIC, considerar que estas son valiosos y poderosísimos instrumentos para combatir la propaganda y distribuir el conocimiento, y concluir que las TIC hacen realidad lo que Alvin Toffler, en la era antes de internet, afirmó: “La verdadera característica revolucionaria del conocimiento es que también el débil y el pobre pueden adquirirlo. El conocimiento es la más democrática fuente de poder. Y eso lo convierte en una continua amenaza para los poderosos, incluso a medida que lo utilizan para acrecentar su propio poder”.