En los primeros años de mi estancia en el país y por asuntos de trabajo tuve que viajar muchas veces a Puerto Rico. Cuando llegaba al aeropuerto no tenía que preguntar cuál era la fila de los dominicanos pues desde lejos se podía reconocer al momento por la cantidad de equipajes de los pasajeros criollos: cinco seis, siete maletas… y el tamaño de las mismas, grandes, grandísimas, enormes, asombrosas, parecía que traían el rascacielos Empire Estate envuelto en pedazos.

Claro que todavía era la época aquella en que aquí se oía en las tiendas y comercios aquello de ¨Esto es lo que trajo el barco¨ por la escasez o limitación de la importación de numerosos productos, y se estilaba traer muchas cosas para los familiares, amigos, o encargos de los vecinos. No podían faltar los regalos. Los chocolates, las flores plásticas, la ropa y otros productos muy estimados en esa época.

También mucha gente del país, sobre todo mujeres, hacían el ¨comercio de maleta¨ es decir viajaban a Miami, Nueva York, Boston y otras ciudades norteamericanas y compraban brasiers, pantys, zapatos, camisas, pantalones, cremas y todo lo que se pudiera meter a reventar en una, dos o tres maletas, y después de pasar la aduana local pagando impuestos o las mordidas de turno las vendían a buen precio y así se ganaban la vida.

Bien, vamos ahora a otra fila, una en el aeropuerto de Miami en la que un grupo de treinta o cuarenta dominicanos esperábamos que el mostrador de la línea aérea que nos llevaría a Santo Domingo abriera a la hora indicada para que nos atendieran en la compra o validación de los billetes.

Como no podía ser de otra forma a los dos o tres minutos de espera comenzó a elevarse un fuerte rumor por todo tipo de conversaciones, ya sabemos que los criollos no podemos estar sin darle a la lengua mucho tiempo y tampoco sin contar nuestras vidas y peripecias.

El pasajero que estaba detrás de mí era un hombre aún bastante joven que rápidamente puso en marcha su amplia locuacidad y nos contó que laboraba en una factoría y tuvo un accidente grave que le dejó el brazo izquierdo impedido para trabajar pues apenas podía moverlo, se quitó rápido el yaque, se remangó la camisa para enseñarnos muy orgullosamente las cicatrices que le dejó la máquina y las numerosas operaciones quirúrgicas que debieron hacerle para salvarle el miembro.

Puso una demanda a la fábrica, la ganó y volvía con una buena cantidad de dólares -no nos dijo cuántos, era astuto- para construirse una casita a las afueras de Baní, poner un pequeño negocio en esta laboriosa ciudad del que se encargaría una hermana suya que era viuda y tenía tres hijas, una de ellas estudiaba contabilidad y así siguió con un amplio relato familiar tan emotivo que ya nos estábamos sintiendo parte de ella. Y aún le quedaba un remanente de dinero para ponerlo en un banco a plazo fijo y recibir una buena mensualidad. El brazo le quedaba inútil pero para comenzar una nueva vida más cómoda le fue muy útil. En verdad estaba contento con su desgracia.

El viajero que estaba delante de mí y que participaba como atento oyente, en cuanto el banilejo finalizó su historia comenzó sin dilación la suya. Era un hombre sobre los cuarenta años que comerciaba llevando productos dominicanos a Nueva York, entre ellos las apreciadas cervezas, y de vuelta traía mercancías norteamericanas al país, es decir hacía un negocio de ida y vuelta sin desperdicios. Nos dijo con bastante preocupación que le había ido bien por un tiempo pero que últimamente las autoridades aduanales dominicanas le estaban poniendo tantas trabas que temía no poder seguir con su comercio.

Un cuarto pasajero que también participaba como oyente activo en la conversación, metió de inmediato la cuchara y le dijo con mucho entusiasmo ¿Qué tienes problemas con la aduana? ¡Eso te lo arreglo yo de inmediato! Vas a ir a ver a esta persona de parte mía, trabaja en esa dependencia en el puerto, es primo de mi cuñado y verás cómo te lo resuelve en un instante, sacó un tarjeta suya y la puso sobre el hombro del hombre del problema y le escribió su recomendación con firma y todo.

Yo que estaba bien entretenido como oidor de unos y otros pensaba que si esa fila se hubiera formado, por ejemplo, en Suecia, lo único que se hubiera oído es algún mosquito que pasara por ahí y si es que se hubiera atrevido a hacer el clásico zzzzzzssssssss porque es posible que las autoridades le hubieran metido una buena multa por molesto y ruidoso.

Y es que una de las características de la identidad del dominicano es la conversación espontánea, su ofrecimiento natural y sincero, y la facilidad de hacer amistad con cualquiera y en cualquier parte del mundo. Somos así …y así somos. Por fortuna.