Últimamente, el vocablo líder se ha tornado difuso. Es evidente su opacidad.
Cualquiera que dirija hasta una manada indefinida de lo que sea es tomado por líder.
La obra “51 líderes del siglo XX,” del académico Leonardo de León Miranda remarca la confusión sobre esta condición.
No es un libro de edición reciente y es probable que el autor haya rectificado o enmendado algunas posiciones respecto a los personajes que incluye en él.
No se puede asumir tampoco que la gente siniestra que muestra haya sido el producto de una reflexión pausada y ponderada sino de cierta inmadurez juvenil, comprensible, por demás.
Resulta necesario aclarar que una persona puede tener carisma, incluso, un gran carisma, como lo tenía el tal Hitler, y no ser un líder. Recientes acontecimientos políticos matizan esa situación.
Este sujeto, que llevó a Alemania a la ruina de posguerra, era un demagogo enfermizo lo bastante conocido como para extenderse en consideraciones.
Rafael Leónidas Trujillo y Molina, en razón de sus complejos y el rechazo social que recibió inicialmente de la sociedad tradicional, y dados sus delitos, ni siquiera tenía en estima que le llamaran líder. Prefería, al estilo de los dictadores europeos del momento, ser el jefe
La confusión que crea en millones de personas el atributo carismático tiene la potencialidad de generar consecuencias devastadoras, como enseña la historia.
Ahí tenemos al emperador Hirohito, de Japón, cuya condición, equivocada, de “dios” lo llevó a apoyar al régimen nazi, sin necesidad de hacerlo, y atraer la enorme tragedia de las bombas atómicas que cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki, que no estaban en guerra, un conflicto que el país oriental podía eludir basándose en la distancia y en otras consideraciones decentes.
El seguimiento incondicional de individuos no de ideas, sobre todo, creativas y renovadoras, casi siempre ha sido trágico para la humanidad. Su ausencia crea vacios que el caos quiere llenar.
Desfila en la obra de León Miranda el tal Josep Goebbels. El no lo pondera ni lo hace tampoco con otros enfermos de poder, sólo que confunde el rol de líder, cuya condición es la de alguien especialmente dotado para dirigir: humano, participativo, cálido, no necesariamente paternal, ético, distribuidor de poder, comprensivo y compensador de meritos, entre otros atributos.
Goebbels no pasaba de ser un criminal calculador, despreciable, una figura monstruosa del Tercer Reich hitleriano. Nada qué agregar.
Rafael Leónidas Trujillo y Molina, en razón de sus complejos y el rechazo social que recibió inicialmente de la sociedad tradicional, y dados sus delitos, ni siquiera tenía en estima que le llamaran líder. Prefería, al estilo de los dictadores europeos del momento, ser el jefe. Los admiraba secretamente y buscaba imitarlos. Nunca lideró nada: actuaba impulsivamente como una fiera dispuesta a matar. Tenía el instinto del poder y lo ejerció sin desperdicio, sin escrúpulos, sin límites.
Mahatma Ghandi sí era un líder, incluso espiritual, con capacidad compasiva, con una enorme fortaleza de espíritu. Lo nominaron varias veces al premio Nobel de la paz y nunca se lo dieron. Pero, décadas después, se lo entregaron al gendarme Henri Kissinger, gestor de la tragedia chilena que significó el Golpe de Estado sangriento contra el gobierno constitucional del asesinado presidente Salvador Allende, que reunía bastante más meritos que él para ese galardón.
Increíblemente se incluye al pistolero del oeste norteamericano señor Lindon Johnson, autor de la infausta invasión militar de este país, como otro “líder” Así como a Richard Nixon, continuador de la escalada militarista agresiva contra América Latina de los años setenta del siglo pasado, y a Gerard Ford, de quien un rival a la presidencia de Estados Unidos dijo que no podía caminar y masticar chicle al mismo tiempo sin grave riesgo para el cerebro.
Karol Wojtyla, conocido en el mundo como el carismático papa Juan Pablo II, no reúne las condiciones éticas del líder (y en la Iglesia Católica este es un producto que, junto a la moral, se vende caro) dado que cuando le mostraron los casos de niños violados por curas, como también las cuentas siniestras en el Banco Ambrosiano, del Vaticano, miró para otro lado y ordenó archivar, sin más. Asimismo, respaldó a delincuentes y depredadores de alta gama de la iglesia de los que sabía sus delitos.