En su fantástica novela La mano izquierda de la oscuridad (The left hand of darkness), la escritora estadounidense Ursula K. Le Guin plantea la siguiente pregunta: dada nuestra experiencia histórica con el nacionalismo y el conflicto armado, ¿contribuiríamos los humanos a resolver o agravar una disputa fronteriza interplanetaria?  En el quinto capítulo hay un diálogo clave en el cual un par de personajes discuten el concepto interplanetario de lo fronterizo y la comunicación:

-En la oscuridad—dijo—hubo diez, no nueve. Había un extraño.

-Sí, un extraño. Y yo no tenía barrera contra usted. Faxe, es usted alguien que sabe escuchar, un poderoso telépata natural, supongo. Por eso es el Tejedor, quien mantiene las tensiones y reacciones en una estructura que se alimenta continuamente a si misma hasta que al fin la estructura se quiebra, y usted va en busca de la respuesta. 

Las preguntas y meditaciones de Le Guin en torno a lo limítrofe invitan a considerar las fronteras y sus discursos terrestres en un espíritu de autorreflexión y con un poco más de imaginación. ¿Por qué nos fascina tanto lo fronterizo? Hemos intentado contestar a esta pregunta en varios foros abordando críticamente los discursos que circulan en torno a la cuestión de la frontera dominico-haitiana, escenario de un drama histórico tan fascinante como doloroso.

El cruce de Dajabón-Ouanaminthe en la frontera dominico-haitiana es fascinante por las maravillas con que en cada una de sus vías y rincones nos encontramos: personas negras de ojos verdes; sonoras combinaciones de nombres hispanos con apellidos de origen francés o viceversa; niños haitianos bailando bachata y el merodear casi imperceptible de los viejos japoneses cuyos ancestros fueron instalados allí por Trujillo como barrera étnica.

Por otro lado, es difícil contener el horror ante: las agresiones particulares por parte de los criminales y policías de ambos lados hacia los emigrantes que van en ambas direcciones; los niños haitianos conducidos al trabajo forzado por sus capataces con mano al cuello; y las riñas feroces entre las marchantas por el hurto de unos centavos o de alguna mercancía. En esta frontera convergen y se multiplican en intensidad todos los problemas socioeconómicos, contradicciones, temores y prejuicios que más impactan a ambas sociedades. A diario cruzan o intentan cruzar miles de personas. La mayoría son inmigrantes haitianos, a quienes algunos dominicanos responsabilizan de casi todos los problemas que irrumpen en la sociedad.

Las fronteras emergen y existen como productos de los regímenes políticos. Dichos regímenes son construidos por grupos y actores claves en sus respectivas sociedades según sus respectivos proyectos de orden colectivo, llámense “familia,” “vecindad,” “aldea,” “pueblo” o “nación.” El caso haitiano-dominicano nos brinda una oportunidad para reflexionar críticamente y desde una perspectiva política la cuestión de cómo se construyen, se resisten, se negocian, y se reproducen las fronteras políticas y sociales en base al discurso.

Podríamos plantearlo de otro modo: mucho de lo que se ha dicho o escrito en torno a las diferencias culturales y lingüísticas entre los habitantes de la isla caribeña compartida por la República Dominicana y Haití, el discurso, ha contribuido a erigir esa frontera política que damos por natural y a cimentar las barreras sociales y simbólicas que supuestamente separan a los dominicanos de los haitianos, convirtiendo al haitiano en “el eterno invasor,” en “el eterno enemigo.”

Ahora, aquí van las buenas noticias: el tejido de esa narrativa del conflicto poco a poco se va envejeciendo y desgastando por dentro y por fuera. Y surgen otros discursos, sensibles y sensatos —que abordaremos en otra ocasión—otros modos de ver las cosas y observadores que sí destacan las zonas, gente y productos que resultan de la coexistencia y colaboración armónica.