Por encima de las numerosas teorías políticas y sociológicas que puedan existir sobre las relaciones que deben prevalecer entre los Gobernantes y los gobernados, siempre hay una realidad, tan sencilla como compleja, que las perfila y envuelve a todas ellas, nos referimos a la Confianza que debe existir entre ambas partes. En definitiva, es una condición de fiducia, como la que se pregona en los bancos mercantiles. Fiducia es término que sirve para designar que el depositante de una cuenta se fía del uso que hará el banco con el dinero, y el banco se fiará a su vez del depositante de que no sea falso o provenga de robos o negocios ilícitos.

De manera análoga, el votante tiene que fiarse del Gobierno para que cumpla con lo prometido en sus propuestas electorales, que cuide y administre correctamente sus impuestos y que no lo engañe, y para eso deposita su papeleta en la urna, y a su vez el Gobierno espera que el ciudadano acate y cumpla de manera limpia con sus obligaciones y mandatos.

Pero eso es en la teoría, en lo que debería ser. En la práctica es una especie de utopía que lo dicho anteriormente se cumpla y aún mucho más de manera generalizada o total. Aquí, y tal vez por ser una tierra bendita, los gobiernos, siglos tras siglos, periodos tras periodos, nos han dicho mentiras de todos las formas, tamaños, pesos, colores y sabores.

Mentiras, pequeñas, medianas, grandes y enormes. Redondas, rectangulares, cuadradas y cilíndricas. Saladas,  dulces, agrias o podridas. Amarillas, grises o rojas. Ligeras, pesadas o pesadísimas. Por eso, la sociedad dominicana, hoy por hoy, es altamente desconfiada, incrédula, escéptica, suspicaz. o como decimos en lenguaje popular “está chiva” de todo lo que puedan decirles sus autoridades quienes la representan, o deberían representarla con la mayor dignidad posible, que para eso las eligieron, y además las pagan muy generosamente.

Desconfiamos de la policía, cuando nos dice que la delincuencia se reduce, sea verdad o mentira, de la justicia cuando emite fallos de no ha lugar y de los otros que sí ha lugar, sean justos o injustos, de las declaraciones de sanidad sobre los fallecimientos de niños, tenga o no razón, de la educación cuando dice que nos revoluciona la enseñanza, esté revolucionándose o  siga precaria, de los políticos en sus discursos lleno de glorias y victorias, estén llenos de mentiras o de verdades, de los funcionarios cuando se autoproclaman eficaces y transparentes, lo sean o no.

Y en el mismo tono de desconfianza, de los ministros, de los alcaldes, de los regidores, de las instituciones que manejan la economía nacional, de los grandes empresarios, de los establecimientos comerciales, de de los altos cargos eclesiásticos, y lo que aún es más penoso, de los Presidentes que son quienes deberían hablarle siempre la verdad a todos, a los de su partido, a los de la oposición, y a los restantes que no son ni quieren ser de nadie.

Y  nuestra sociedad tiene razón en desconfiar porque las cosas no suceden así por que así, el cúmulo de mentiras, unas sobre otras ha tejido una gruesa capa de descreimiento sobre la población que a la larga o a la corta puede volverse más seria de lo que imaginamos. Una sociedad que no confía en sus mandatarios, es una sociedad que padece una severa enfermedad. A este, paso llegaremos a lo del chiste del desconfiado: una persona le pide que por favor le diga qué hora es, y el del reloj le responde ¿para qué la quiere?.

De todas las mentiras que nos dicen, no obstante, podemos sacar una gran verdad: que somos idiotas por voluntad propia y a perpetuidad. Algo es algo. ¿No les parece?