Desde muy joven he perseguido como buscadora de un tesoro, el valor de la vida, descubrir en qué radica el valor de la vida es el equivalente a descubrir la piedra filosofal, el valor interno absoluto. En una isla del Caribe con antifaz de cocoteros y palmeras colocado en un inverosímil archipiélago, vestida con un seductor ropaje interminable de playas turquesa y blanca arena, rodeada de corales y estrellas de mar que facilitan en el escote un exótico bronceado; parecería una tarea fácil, encontrar valor entre tanta belleza tropical, y tal vez así fuera, si el ropaje que encubre la realidad embelleciese de igual manera la realidad misma.
Pero todo lo que percibimos a través de los sentidos se nos presenta como conocimiento único, así es como representamos la realidad, la que rara vez es lo que aparenta, a no ser que decidamos desvestirla o reconocer que muestra una verdad velada de la misma. Y es que aquí, en la isla de Mir que la vida se trata del “sálvese quien pueda”, de que debemos “quitar a los demás pa’ ponernos nosotros”, “porque para salvarse uno, deben joderse otros”, es decir, despojar al desposeído porque a fin de cuentas “el que nada tiene nada vale”, en medio de este contraste crecimos, a través de ese velo percibimos la realidad que compartimos con los demás; como una competencia de perder o ganar en la que constantemente se necesita demostrar quién vale más que quien de acuerdo a nuestras tenencias o a la instrumentalización de las relaciones y de la vida humana.
Descubrir en qué radica el valor de la vida se presentaba como una misión imposible pero a su vez impostergable, producto de una inquietud acuciosa que me producía saber que no ha de existir bien superior que la vida y entender que nadie debe atribuirse el derecho para determinar qué vida debe ser vivida o su valor, más que su portador mismo. Esta búsqueda al igual que quien suscribe ha sido la cuestión básica de la ética desde la antigüedad, la búsqueda de la mejor comprensión del valor de la vida humana. Desde siempre los grandes pensadores de la historia han diferido sobre la jerarquía de los valores, pero siempre sobre la base de que el valor de la vida humana constituía el fundamento de toda reflexión, así Aristóteles, Santo Tomás y Kant concuerdan, a pesar de sus diferencias en que, “la vida humana es fin en sí misma y no un medio subordinado a otro fin, por considerarse una cualidad esencial de la que no puede disponerse.”
A mi búsqueda he descubierto que de la vida tener valor, ha de tenerlo porque alguien provisto de naturaleza racional identificó en él esta cualidad esencial tan bien repartida como el sentido común, si observamos nuestra propia realidad, percibimos que en algún momento nuestra vida fue asumida por nosotros mismos, pero no hemos sido los autores y ni siquiera propiciamos las condiciones para que nos sea dada.
Kant entendió que la humanidad disponible, tanto en sí mismo como en cualquier otro, como sujeto de una razón práctico- moral, está situado por encima de todo precio; porque como tal puede valorarse como fin en sí mismo, es decir, en posesión de una dignidad gracias a la cual infunde respeto hacia él a todos los demás seres del mundo; es en base a esa naturaleza racional y en virtud del ‘valor absoluto’ que Kant sentencia, debe ser preservada; porque la vida nos ha sido dada, no podemos por tanto reclamar un derecho a la vida, porque la misma no depende de nosotros, pero si podemos reclamar el derecho de poner las condiciones para que surja la vida y se desarrolle. Es por ello que en el universo moral lo más adecuado es hablar del derecho que el ser humano tiene, una vez concebido, a que se le respete la vida y con ella a que se generen las condiciones para que alcance su fin y máximo potencial.
Gracias a la ciencia sabemos que la vida humana y el desarrollo del individuo inicia con la fecundación, también se reconoce que es erróneo afirmar como antes pensaba Aristóteles, que el alma proviene del semen y el cuerpo, de la materia materna, ya que desde un estadio embrionario el nuevo genoma del que está dotado el embrión unicelular es una estructura coordinadora, la cual lo identifica biológicamente como ser humano con su propia finalidad, por tanto no se debe afirmar que es un ser humano potencial, sino que es un ser humano, que si no lo ha sido desde la fecundación no lo será nunca como bien afirma Fernando Chomali, esto porque la vida humana no va antecedida de vida vegetal o de algún ser indistinto, como creía Aristóteles, que antes esa alma era vegetativa, después sensitiva y luego racional.
Ciertamente hablamos de vida humana desde la concepción, ahora bien, el ‘valor de la vida’ solo es producto de una naturaleza racional, y sólo “los seres racionales se denominan personas”, y esta persona sólo valorará y respetará en la medida en la que le es respetada su vida y con ella las condiciones para desarrollar su máximo potencial, esto porque para Kant la dignidad moral descansa en la capacidad de autodeterminación práctica según normas racionales, por tanto, el valor interno absoluto de la vida es producto de la razón y la valoración, del respeto a la voluntad individual en su capacidad de darse fines racionales (y determinarse, moralmente, conforme al imperativo categórico) este es el verdadero objeto del respeto para Kant. En otras palabras, el respeto a la “autonomía es el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional”, y sólo con relación a los terceros faltamos al respeto por la vida, porque es solo la voluntad humana la que impone otros fines sin atender a su finalidad intrínseca.
Toda vida humana será valiosa en la medida en la que en el universo moral a la persona le sea reconocida su autonomía, pues es la persona la que ha de ser respetada en cuanto a titular de derechos, empezando por el derecho a la vida. Es por ello que cuando Kant, en el marco de su filosofía moral habla de la “humanidad”, a la que debemos respeto y a la que debemos usar “tanto en nuestra persona como en la persona de todo otro, siempre como fin y nunca meramente como medio”, no se refiere a la especie biológica u otra representación extensiva, sino que lo utiliza para un conjunto de capacidades y aspectos normativos, fundamentales de la persona y de las relaciones humanas, que consiste, en su capacidad para la causalidad por libertad, para darse fines, y en la capacidad para la autodeterminación según máximas universalizables que se da a sí mismo y otros pueden reconocer en ellos.
El valor de la vida es producto de la razón humana pero radica en el respeto, y el respeto es la consideración al que se le reconoce valor, por distinguir en quien se respeta su autonomía y capacidad de autodeterminación según normas racionales, lo que lo hace merecedor de dignidad, un fin que resulta irrenunciable y que al individuo con naturaleza racional le viene impuesto, como la vida, como dado.