"Si dios no existiera habría que inventarlo."
Voltaire

El título lo tomo del intercambio epistolar entre Umberto Eco y el Cardenal de Milán, Carlo María Martini. Debía servir para contrastar civilizadamente -vale decir educadamente- dos perspectivas diferentes, que pudiesen resultar opuestas. No necesariamente contrarias, opuestas, aunque eventualmente simplemente diferentes. Debían tratarse los métodos de la fe, la moral laica y el derecho a la vida, pero entre tan pocas páginas, demasiadas se dedican al protocolo, el reconocimiento y halagos mutuos. De manera que el fondo resulta escaso, además de rebuscado, abstracto. Un circunloquio parecido al que describen dos boxeadores que se temen mutuamente.

¿En qué creen los que no creen? Lo primero es un axioma: creen, son capaces de pensamiento, lo que fija de inmediato la primera frontera: la idea. Los idealistas filosóficos a veces parecen plantear que los materialistas no tienen explicación para la idea puesto que ésta no es visible, como dios. Más bien al contrario, para los materialistas la idea no tiene misterio, lo que disgusta a los idealistas. No es más que un rebote en el cerebro, una imagen eléctrica de una realidad íntima y silenciosa. Si la idea es una distorsión grave del consenso –todas las ideas son personales, no hay una “verdad” externa-, la locura, bien si la idea es la representación de lo no visto o no existente –nunca hemos visto a un marciano pero bien que podemos imaginarlo-, son ya otras quinientas. “Cada cabeza es un mundo”, la imaginación da hasta para sentirnos importantes.

Sigue el asunto de deducir la existencia de dios puesto que la inteligencia humana no da para más, sólo es capaz de la lógica. La conclusión es que dios no se puede demostrar de la misma forma en que se demuestra la ley de la gravedad por lo que a ello sólo se puede llegar mediante la fe, es decir, la creencia en lo que no se tiene prueba y evidencia. Aunque la fe no surge de la nada, de hecho se sostiene en la específica condición humana.

De común, el pueblo simple y llano cree en dios, y las grandes inteligencias tienden a ser escépticas, cuando menos. Sin embargo, los descreídos que se mofan y ridiculizan a los creyentes no entienden la sicología de estos, incluso la propia, la necesidad de fe en el hombre corriente y el vacío en que inevitablemente cae el ateo. Ciertamente quedar sin dios es complicado, pero el que ha llegado a esta convicción profunda debe quedarse tranquilo y tranquilamente buscar sus motivos y propósitos. Despotricar contra los otros se parece más a la sonrisita nerviosa de cuando no se conocen las respuestas.

Desde una perspectiva estrictamente lógica conviene creer en dios como lo demostró Blaise Pascal. Si se tratara de una apuesta, con no creer no se gana nada y se puede perder el paraíso. Creyendo se gana la vida eterna y si, creyendo, resulta que dios no existe, pues tampoco se pierde nada. Con esto los creyentes pensarán que estoy al borde de la herejía (en realidad no yo sino Pascal) puesto que se pone en entredicho el ser de dios y su inteligencia (la omnisciencia). Aunque habitualmente quienes piensan que dios es algo tarado son justamente los creyentes que quieren cambiar robos, asaltos y violaciones por diez padrenuestros, algo así como el oro por espejos en tiempos de la colonia, pero esta vez a dios. Es decir, piensan que dios es indio. En este sentido, hay un pasaje en la Biblia que desde pequeño me impresionó: “Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres. Luego ven y sígueme.” (Mt., 19, 21, 22) Cuán simple pero… ¡a que no se atreven! Sobretodo si creen –también en esto creen- que pueden resolverlo con incienso y oraciones. Y, por supuesto, dinero para la iglesia. Repito: piensan que dios es bruto.

Aún así, el hombre común necesita creer en algo… y el hombre no común también. Si toda consecuencia tiene una causa, y ésta es consecuencia de una causa precedente, a la causa sin causa denominamos dios. Es el dios creador, origen de todas las cosas como lo pone el Génesis. Los materialistas tienen su versión: la materia no tiene causa, ni se crea ni se destruye. Somos materia, estamos en ella sin posible escapatoria. Por ello es ocioso perseguir razones metafísicas.

Ahora el otro cabo: el fin de la vida es la felicidad, y el propósito de dios la felicidad eterna para los hombres. De este aserto destacan dos puntos: el fin último de la vida y el principio del azar (la libertad). El Génesis pone al hombre como el centro de la existencia –como de antiguo fue la tierra el centro del universo- y sitúa a un dios antropomorfo en carne, actitudes y pensamiento. Si nos pasamos cincuenta años de nuestra vida pastando como las vacas, pues no hay forma de que pensemos que estamos predestinados a nada. A pastar. Hasta que nos lleven al matadero, entonces aparece la tragedia de nuestra vida en toda su magnitud. Aunque puede suceder que nos convirtamos en el rey-toro, y el cuento es igual sólo que al revés, sentimos que en el destino… ¡somos dios! En ambos casos, cada resultado es una sucesión lógica de eventos que en razón de su número, de sus distintas dimensiones y complejidades, de sus complicadísimas interrelaciones, no podemos conectar secuencialmente. Esto se dice como que todo, absolutamente todo, tiene explicación lógica, aún cuando nuestra inteligencia o información de momento no sea capaz de demostrarlo. Finalmente los materialistas se dieron cuenta de que no hay propósito último, se trata de medrar, pasearse por el mundo sin hacer mucho daño. No se puede aspirar a más, no tiene sentido.

De antes, si de algo sabían poco los marxistas era de sicología. Eran como esos curas –también de antes- que catequizaban en torno al dolor, el terror y el miedo al dios cruel y devastador del antiguo testamento. En algún lugar dice Eric Fromm que el hombre moderno no sabe contemplar, menos meditar. Necesita moverse, hacer algo: oír música, bailar, comer un helado. Pero no se puede estar ahí, tranquilo, sin hacer nada. Eso no es parte de su cultura de occidente. Por otro lado, alguien tan ajeno al tema como John Maynard Keynes plantea que es mejor que el hombre dedique su inteligencia y sus esfuerzos a hacer dinero que a otra cosa, que a la postre puede resultar en tiranizar a sus semejantes. Un hombre sin religión es cosa de otro mundo.

Esto se evidencia en la construcción de los dioses. Carne, como los hombres, cara y cuerpo como los humanos. De nuevo esto impone el tema del hombre, el propósito. Coloca al humano en el centro cuando el humano es tan accidente a efectos de la materia como la ley de la resistencia eléctrica. ¿De dónde sacamos que un mundo sin humanos carece de sentido? Eventualmente el ser humano va a destruir la vida orgánica como la conocemos; ¿de dónde sacamos que eso le interesa a la piedra o al tiempo?

Hombres dioses que buscan adulación, humillación, a cambio de favores caprichosos y seguramente inmerecidos. Una proyección clara de la relación paternal, clave de la sobrevivencia animal. Dice Marx que todas las religiones tienen en común que se sienten la verdadera, por lo que todas las demás son falsas. Tienen en común, además –y esto no lo dijo Marx- la misma estructura, el mismo planteamiento: la mortalidad de los seres vivos, en particular el hombre, el principio del placer, su inherente ignorancia como limitación de conocimiento, su soledad ontológica y de ahí los sentimientos de miedo y dolor. Condiciones que, además, no son pasajeras sino propias de la vida misma. Contar con algo que nos permita sentirnos menos inseguros no es poca cosa. Ante la insignificancia, sentirse importante, comprendido, parte de un proyecto majestuoso. Ante el azar y el absurdo, sentir entusiasmo, ¿qué más se puede pedir? Hay sueños sin los que no se puede vivir, hasta tanto no se conviertan en alucinaciones.