El domingo 16 de febrero me levanté a las 5:30 de la mañana, hora Centro, de muy buen ánimo, a escribir las líneas que siguen. Las líneas fueron apareciendo en mi mente y sin preguntarme por qué, las dejé salir. Antes, tomé mi celular para felicitar a mi hermano por su cumpleaños y desear por Twitter una jornada electoral pacífica en República Dominicana, donde eran las 7:30 de la mañana y mi familia y amigos informaban que se aprestaban a votar.

Para concentrarme la escritura, me alejé de mi celular. Lo dejé en una mesita cargando, pues había olvidado hacerlo la noche anterior. Al rato, lo oía zumbar cada vez más insistentemente. Mis parientes, planeando la comida de cumpleaños y mis amigos, compartiendo impresiones de las mesas electorales, pensé. Seguí escribiendo sin parar hasta pasadas las 9:00 de la mañana en México. Mis pensamientos andaban bien lejos. Tomé el celular, y ¡oh, sorpresa! Esto escribía, antes de conocer los hechos acontecidos en República Dominicana el 16F, que descubrí al procurar el móvil:

Hace más de un año, luego de empezar a publicar artículos de manera regular, mi amiga Lill Español Simó, entrañable compañera de estudios universitarios, me hizo un reclamo. Con su cara de niña traviesa, la misma que tenía cuando ambas estudiábamos Derecho entre 1982 y 1987, dijo frente de mí, al resto de nuestras ex compañeras universitarias: Esta Angelique escribe de todo en esa columna, menos de nosotras. Tantas cosas que vivimos juntas. Qué ingrata. Ya no nos quiere.

Lill es una cómica. De esas personas que mezclan cariño y bullying en buena dosis; su mirada amable asegura que dice esas cosas en son de broma.  Convence con una sonrisa bondadosa que se construye a juego con dos hoyuelos en cada comisura y le agregan un aspecto infantil a su semblante. A Lill le gustan las chanzas. Haciendo uso del argot dominicano correspondiente, mi amiga es una clásica y graciosa cuerdera.

Angelique fue un apodo con el que me bautizó otra amiga de infancia y hermana, Alma Cunillera Tapia. Al llegar a séptimo grado de Secundaria, los apodos afloran y, aguas, como dicen en México. Es mejor que te asignen uno bonito porque te acompañará el resto de la vida. Las niñas queremos dejar de serlo. Gracias a mi comadre Alma, en esos años en que coleccionábamos muestras de perfumes como pasatiempo, me tocó un sobrenombre afrancesado. Se ha quedado en la boca de todo el que, como Lill y Alma, me conocen por lo menos hace veinticinco años.

Lill no lo sabe, pero su reclamo que quizás olvidó (o no), además de justo, denuncian a un tirano tabú en mi mente. Algo ocurre con la década de los ochenta, que evitan que las palabras salgan de un cautiverio inconsciente y no bajen hasta el teclado. Lleva razón mi amiga, dentro de esa gran nada que fue ese período para la juventud dominicana, hubo vivencias definitorias, que jamás he olvidado, pero de las que no escribo mucho.

Ella y otros entrañables amigos conforman mi estampa de los años ochenta dominicanos. Esa vez que me reclamó, le dije que algún día lo intentaría. Releo los intentos en los que he querido elaborar acerca del tema, y observo que apenas han sido tímidas aproximaciones. La memoria histórica de mi generación anda todavía perdida como la década de nuestra primera juventud. No aparece escrita casi en ninguna parte lo que padecimos. No somos recordados en modo gloriosa, porque no fuimos protagonistas de ese contexto. Ese cuento inédito, talvez solo aparece en diarios que tal parece escribimos con tinta deleble.

Me acordé de las palabras de mi antigua compañera universitaria la semana pasada. Desde su estreno en Netflix, estoy viendo la serie Narcos México, segunda temporada. El trabajo de sus realizadores Amat Escalante, Andrés Baiz y Marcela Said, me ayudó a reconocer nuevamente algunas islas del mapa anímico de mi generación en la Década Pérdida. Las palabras de Lille resonaban en mi cabeza. Así le decía nuestro adorado maestro, y profesor de Derecho Civil, el ilustre Luis Víctor García de Peña (EPD) a mi amiga. Lille, era su consentida. Alargando las letras “L” de su nombre en una coquetería elegante, Vitico la llamaba así, a la francesa, cuando le pedía contestar a su interminable cuestionario de preguntas de Derecho Civil.

Revisando si le había cumplido a mi amiga, repasé los temas tratados en esta columna. Quizás solo dos o tres veces nada más, algo esbocé. La primera vez, al comentar la película dominicana La Gunguna en un blog personal. Sus autores, a través de ciertos personajes, entienden bien la nada de nuestra generación. La otra ocasión fue para celebrar el 35avo de UNIBE, el centro de estudios fundado en los años ochenta, de dónde mi amiga y yo somos egresadas. Finalmente, algo comenté más recientemente en el artículo Marty y Aurora. Son apenas pinceladas. Lill lo dijo; fue mucho lo vivido y daría para más, pero no he podido hacerlo.

Es domingo 16 de febrero, día de las elecciones municipales en República Dominicana, cuando me siento a escribir estas líneas. Sin embargo, no sé qué decir, por dónde empezar o qué concluir. Así de complicado fue ese tiempo. Reflexionar acerca de los dos procesos electorales de los años ochenta, el de 1982 y el de 1986, en los que fuimos nuevas votantes, al llegar a la mayoría de edad, no se me presentaban como puntos de partida. No teníamos ni sombre del empoderamiento que detentan los jóvenes con nuestra misma edad hoy. Ese es uno de los problemas fundamentales de los ochenta dominicanos para personas de mi edad y la de Lill, jóvenes de corazón. Cuando lo éramos en sentido cronológico, el espacio político no nos pertenecía.

Como antes dije, además del día de las elecciones, es el día del cumpleaños de mi hermano. En broma, le mandé un enlace a la canción Election Day Durán Durán, popular grupo de música pop británica de los años ochenta, para felicitarlo. Al oírla, su melodía me trajo la musa. A partir de ese momento, estas líneas fluyeron para responder a Lill. El tabú empezó a liberarme. No, no teníamos espacio político. Pero construíamos uno propio cuando teníamos veinte y tantos años. Nos convertimos en unos soñadores. Lo onírico era nuestro espacio social. El estudio universitario, el cine, algo de literatura y mucho de MTV, fueron la infraestructura de nuestra utopía por la libertad.

Carezco de autoridad para hablar por la juventud entera de mi país en esa época. Ni siquiera podría hacerlo por los de clase media, o los del salón de clases al lado.  Pero si me atrevo a hacerlo en nombre de Lill, porque tengo la certeza de que, para un buen número de nosotros, personas que ahora tenemos más años, nuestro país, era una bonita prisión virgen en playas y otros lugares de paseo que visitábamos en excursiones y parecían solo nuestros, antes de que el turismo internacional los descubriera. Los años ochenta dominicanos en mi cabeza, toman las formas laberínticas de las galerías de recámaras y patios de la Ciudad Perdida, en El Último Emperador (1986) de Bernardo Bertolucci; y la melancólica banda sonora de David Byrne. Hermosos pero tristes.

El abatimiento del arte en esa obra cinematográfica, es la República Dominicana cuando tenía veinte años como la recuerdo. Si se quiere tener una representación de quiénes éramos muchos de los jóvenes dominicanos de clase media en los ochenta, bastaría ver una efigie de Aisin Yioro Pu Yi, último emperador chino, en alguna moneda sin valor presente. Muchachos en franca soledad y cierta melancolía buscando la puerta de salida existencial, y en el caso de muchos que migraron en los noventa, una salida del territorio.

Recibíamos instrucciones de maestros ilustres como Mr. Johnson le impartía Puyi, en el filme actuado por el formidable Peter O’ Toole. Un maestro sabio como el ya mencionado Vitico y otros que Lill y el resto de mis amigos y yo tuvimos. Nos enseñaban lecciones interesantes, que no nos hacían sentir más libres.  Aprendíamos principios y normas valiosos en la universidad, pero la sensación era de la que no íbamos para ningún lado. Las limitadas oportunidades de desarrollo personal y profesional, así como la ola migratoria de 1990, agravó la sensación de confinamiento, entre los que nos quedamos.

La teleserie Narcos México, no es solo sobre la historia de narcotráfico. Su trama ocurre entre los años 1985 a 1992, cuando el cártel de Sinaloa le sustrae el monopolio y las facilidades esenciales al de Cali, evento que recordamos bien. El crimen organizado era la infraestructura que sostenía un supra-estructura convulsa, que la serie también expone. Cada una de las rejas de nuestra prisión emocional, como jóvenes de clase media, se encuentran representadas en esa producción de Netflix: la maltrecha economía, la galopante inflación, la estructura de la corrupción público-privada, la democracia enferma, todo lo cual, dividía a las clases en los países de la región, alejando la posibilidad de unirlas en proyectos de naciones.

Le contaría a mi amiga Lill que Narcos México me dibuja, además, otro nuevo mapa emocional que escribo con otra tinta, que espero, permanezca indeleble. En la intro y a lo largo de su historia, aparecen los nombres de cuatro de las cinco ciudades con que mantengo comunicación diaria en mis jornadas de trabajo: Guadalajara, Tijuana, Ciudad Juárez y Ciudad México. La quinta es Monterrey. Como nosotros, en los atrapados ochenta, en esas ciudades hay algo más que fallos estructurales generadores de confinamiento y dolor. Hay personas maravillosas, laboriosas e interesadas en jalar porMéxico, por sus familias, en sentido contrario al crimen y la corrupción.

Mis últimas líneas son para mi amiga Lill. Nuestro tiempo no fueron los ochenta. Con el permiso de las nuevas generaciones, con quienes es grato compartir el espacio, nuestro momento es hoy. Es ahora cuando nuestros sueños de juventud tienen oportunidad. De esos años nos queda el grato recuerdo de vivencias, acompañadas de música, cine y la literatura que nos supieron a libertad; el otro grato recuerdo es de inolvidables maestros que, como Vitico, nos inseminaron curiosidad por las grandes galerías del derecho y la democracia.

A diferencia de los alemanes coetáneos nuestros, que tumbaron en 1989 con sus manos el Muro Berlín, nosotros cargamos nuestro muro en las espaldas. Está construido de unos no menos resistentes materiales de concreto armado: el aturdimiento y el prejuicio. El primero nos aleja de hacer vida política ciudadana; el segundo, lo manejamos contra la clase política a la que miramos con desconfianza. Y, en consecuencia, nos mantenemos todavía encerrados tras las rejas de la Ciudad Perdida emocional, sin mucho que aportar. No escribo más sobre los ochenta, amiga querida, porque este solo debe sobrevivir en nuestros reencuentros, y porque sus secuelas, todavía nos subyugan. Poder recordarle desde afuera de las puertas de su claustro, mientras hacemos el presente, es lo único que importa. Quizás solo seguir llamándonos la una a la otra Angelique y la Lille, nos es suficiente.

Terminé con el párrafo precedente lo que escribía. Parecía más una carta privada a una persona de mi afecto, pero algo me decía que debía publicarla así. Me acerqué a ver qué onda con mi teléfono celular tan intranquilo en una mesita, y lo supe. Mientras le escribía a Lill, las elecciones, por primera vez en la historia de la República Dominicana, habían sido suspendidas, desde las primeras horas de la jornada. Luego de meditarlo durante una semana, ponderar la publicación de algún artículo alterno que analizara la crisis, elegí enviar a Acento lo mismo que ya tenía y por alguna razón que se completó al escuchar las noticias.

Quizás uno que otro compañero generacional se vea en estas líneas, y se anime a despojarse del calvario de concreto de la indiferencia, la crítica liviana y reencuentre al joven de espíritu y lleno de sueños inconclusos que dejó en los años ochenta. Con un retraso enorme, nos llegó el momento de definir de qué lado de la historia nos ponemos. De evitar que otro 1994, le plante un golpe en las narices a nuestros hijos, hacía el retroceso. De empujar con ellos que nos están enseñando cómo, los portones enormes que obstaculicen su salida hasta las siguientes libertades. Por sí y por Lille, Angelique.