Este cuento me lo publicó Radhamés Gómez Pepín en la revista “Ahora”.
El título original era el de “Cuento Histórico”, pero se cometió una errata y salió publicado como “Cuento Histérico”. Fuimos amigos y lo dedico a su memoria. Paz a sus restos.
¡Fuá! ¡Se fue la luz!
Fue en la época en que Cuca bailaba y se amarraban los perros con longaniza.
-¡Una carrera a Matahambre!
-Cincuenta cheles-dijo el taxista sin quitarse su gorra de liceísta.
Era un domingo a las tres de la tarde en punto y mis padres, mis dos hermanitas y yo nos trepamos en el viejo Chevy blanco, sin pensar que la aventura iba a terminar en una profecía.
Alonzo Perry, aquel pitcher zurdo que se convirtió en jonronero jugando con el Licey (en Dominicana suceden siempre las cosas más inverosímiles del mundo) había pegado espectacularmente en el noveno ining aquel tablazo de vuelta redonda con las bases llenas, que decidió el campeonato contra el Escogido y que dejó a todo el mundo mirando nimitas en el viejo play de La Normal de la calle Duarte.
De repente, el hombre se convirtió en una leyenda en la historia del béisbol dominicano, aunque en su país de origen, los Estados Unidos, nadie lo conocía.
En este país de las maravillas siempre suceden cosas fantásticas que no suceden en ninguna parte del mundo.
En el Chevy nadie hablaba ni a nadie se le ocurría decir “esta boca es mía”, porque todos éramos escogidistas hasta que al jodío chofer se le ocurrió abrirla: “¡Carijo, qué tablazo!”, dijo, quitándose la gorra de liceísta y enseñándosla muy orondo.
-¡Tire esa maldita gorra por la ventana!- le ordenó mi padre.
-Oh, yo pensaba que utede toito eran también liceíta- ripostó el taxista.
Al llegar a la San Martin el cielo se desplomó de cuajo y las nubes comenzaron a llorar histéricas, convertidas en pléyades plañideras como si aún estuvieran encerradas en el Olimpo. Aquello fue de película. Ni antes ni después he visto tanta lluvia en mi vida. El llanto sobre la ciudad fue descomunal. Entonces, mi hermana Zelaya, la más chiquita, dijo con la solemnidad de una hada madrina decretando una profecía: “manito, la tierra está llorando tu partida, porque a los once años te vas a meter a cura”.
Todavía estoy procesando esas palabras de boca de una niña de apenas cinco añitos cumplidos.
De repente me llegó la imagen de Teresita Torres, mi compañerita de pupitre. ¿Qué irá ella ahora a pensar cuando note mi ausencia en el colegio mañana?
La última vez que vi a Teresita fue en Higuey, encerrada en el hábito marrón de una monjita franciscana. Me recordó a Clara de Asís, aquella contraparte de Francisco, del verdadero Francisco.
-! Ave María Purísima!-gritó el liceísta-aquí no vamo a ajogá todito!
-¡Pare el carro!-le ordenó mi padre al llegar al aeropuerto General Andrews, que bordeaba toda el área de lo que hoy compone la 27 de Febrero con la Leopoldo Navarro. Allí aguardamos más de 25 minutos mientras mi madre, angustiada, rezaba el santo Rosario.
Rechonchito, uno de esos que nunca pisan una sacristía pero que creen en el agua bendita, el liceísta comenzó a persignarse como un frenético obsesivo compulsivo en una clínica psiquiátrica.
¡Schazám! Del cielo nos dispararon un plomazo relampagueante y el viejo Chevy blanco comenzó a toser como si le hubiera caído una pulmonía. De repente se convirtió en otro Memphys, el acorazado encallado frente al “Placer de los estudios” en el malecón de Santo Domingo.
-No, ya no quiero meterme a cura-grité como un energúmeno- ¡Devolvámonos!
-¡P’trás ni pa coger impulso!-exclamó mi padre. Acuérdate de Íñigo de Loyola en la gruta de Manresa: “en tiempos de tempestad no hacer mudanza”. ¡Pa’lante!
Después de todo era al Seminario Pontificio Santo Tomás de Aquino hacia donde navegábamos. Allí me iban a convertir en un pichón de cura con miras a llegar a ser un pichón de buitre, después de 12 largos años de leyendas y de mitos.
“Quousque tandem, Catilina, patientiam nostram abutere intendes?” (¿Hasta cuándo pretendes, Catilina, abusar de nuestra paciencia?) -tronó la voz de plomo de Euribíades Concepción (Eury), un seminarista del cuarto año, cuando por fin hicimos nuestra entrada triunfal en el salón de actos, donde se celebraba una “academia” dedicada a Marco Tulio Cicerón, el gran senador y orador romano, autor del Pro Milone. Junto al griego Demóstenes, Cicerón fue el orador más insigne de la antigüedad.
-Por lo menos de aquí saldrás convertido en un gran orador sagrado, aunque, como a todos los oradores sagrados, no se te entienda ni pío y haya que traducirte cada palabra. Así susurró mi padre con una sonrisita pícara colgándole de los labios.
-¿Y qué sabe uno a los once años?- pensé sin decírselo a nadie.
Esa noche, después de quedarme seco de lágrimas al tener que decirle adiós a mis padres y a mis dos hermanitas y verlos partir en aquel viejo Chevy blanco convertido ahora en góndola con aquel gondolero liceísta fanático, violé todas las reglas del claustro y me trepé a la azotea del Seminario Pontificio Santo Tomás de Aquino, que era el edificio donde hoy se parangonéa la Universidad Pontificia Madre y Maestra. Desde allí observé a la ciudad dormida a mis pies.
Creyéndome ya un arzobispo de mitra y báculo la bendije desde la distancia, pidiendo que brillara la luz sobre el país que siempre había estado a oscuras como siempre había estado también la ciudad. Fue ahí cuando me habló el Arcángel:
-No la bendigas, exorcízala. Aquí no habrá luz jamás.
-¿Y qué tipo de arcángel se atreve a hablarle así a un pichón de cura?
-No soy ningún arcángel, yo soy el Diablo y este paisito del carajo es mío y aquí no habrá luz de ningún tipo jamás de los jamases.
Así ha sido siempre y así será por toda la eternidad.
¡Y Fuá!