Hemos acostumbrado a nuestros lectores a intercalar, en las entregas semanales, algún tema anecdótico entre los que enfocan la salud.

La fecha conmemorativa nos obliga a hacer un alto y rememorar momentos importantes de nuestra niñez y adolescencia, pensando en la salud de la patria y para que no se olvide.

Entre nuestros antepasados directos contamos con un bisabuelo político hasta el tuétano. Fue ministro, senador, gobernador y estuvo ligado a las lides de su época. Su nieto, nuestro padre, fue rescatado por mi otro abuelo (el materno), quien lo trasladó a tiempo al sector privado, cuando estaba siendo acosado por un personero del régimen para que contara cualquier inconveniencia que oyera.

Ese abuelo, mocano y desafecto conocido, sembró en la familia la semilla de la inconformidad y fue vigilado de manera permanente, salvándolo de una muerte segura, su condición de ciudadano digno y de maestro de música en una comunidad como Puerto Plata, también marcada como opuesta.

Siempre nos extrañaba que en la escuela hubiera que loar al "jefe" posicionándolo de igual a igual con los Padres de la patria. Cantábamos himnos que de tanto repetirlos quedaron grabados en la memoria para siempre. Las composiciones escolares terminaban invariablemente con la exaltación del nombre, aunque de otro tema tratara la misma.

Un primo precoz e inteligente "despertó" al niño sensible que había en nosotros. Al rugir de los aviones "vampiros" supersónicos y al paso de la tropa motorizada camino a Maimón y Estero Hondo nos indignamos porque los otros primos vitoreaban en alta voz. Ya estábamos advertidos y conocíamos a esa temprana edad lo que se vivía. También estábamos conscientes del peligro que eso pudiera haber representado.

Los "carritos cepillos" nos intimidaron como a todos. El vecino podría ser tu enemigo. La muchacha del servicio nunca debía escuchar lo conversado. Tampoco se hablaba delante de desconocidos. El miedo siempre nos acompañó.

Esa tarde, cuando corrió la noticia de la muerte del tirano, buscamos apresuradamente una silla y trepamos hasta alcanzar la fotografía y la placa famosa que rezaba "En esta casa…" que obligatoriamente pendían de la pared. Bailamos sobre estas haciendo añicos los cristales y dañando el metal.

Nuestro padre, que hasta ese momento nunca había usado la violencia con nosotros (era la madre la que castigaba con rudeza), salió rápidamente del baño y nos golpeó con la toalla mojada, increpándonos y advirtiendo del peligro de muerte que podría desencadenar tal acción.

Nunca hemos olvidado esa reprimenda, como tampoco quisiéramos que se olvidara la causa de la misma. Para que no se repita.