¿Estamos los dominicanos mirando el futuro con responsabilidad? Un amigo cercano me respondió de manera escueta pero convincente: “Debes hacer esa pregunta a la clase política”. Fue entonces cuando se me ocurrió intentar descifrar otro enigma: ¿quiénes representan nuestra clase política?

Son los que han hecho de este país hermoso, cargado milagrosamente de riquezas naturales, caracterizado por muchos como una nación ignorante y feliz, un caos, un remolino interminable de estafas y trampas ingeniosas. Son las personas de carne y hueso que mueven las teclas de los grandes negocios, que acumulan fortunas dentro y fuera del país, que nos hablan emocionados de las libertades idílicas de la democracia.  Esa clase política nunca confiesa que manda-como apunta Gaetano Mosca, politólogo, político y senador vitalicio italiano- “…por la sencilla razón de que está compuesta por unos elementos que son…los más aptos para gobernar.”

¿Para qué hacerlo si la propia Constitución patria se encarga de ofrecer el argumento que justifica su aptitud incuestionable por la vía de una declaración suprema de muchas alas que reza que el pueblo ejerce la soberanía por medio de sus representantes? En el pueblo reside la soberanía y de él emanan todos los poderes del Estado. Todos los poderes tienen su base en la voluntad popular.

El asunto está en que todos nosotros, voluntariamente y cada cuatro años, delegamos esos poderes en unos representantes que cada día nos representan menos. No obstante, y siguiendo de nuevo a Mosca, preferimos creer en ese principio constitucional abstracto que cuestionar a profundidad la calidad funcional y moral de quienes nos representan. Y la realidad es que estamos viviendo intensamente una aguda crisis de representatividad. Por muchas razones.

Primero, nuestra llamada clase política carece de una base moral del poder que ostenta y si, bien tiene un fundamento, prefiere moverse en las sombras de la ilegalidad. Si examinamos atentamente el mecanismo de la elección popular, convendríamos en que sus cimientos están reñidos con la moral. Ciertamente, la representatividad política está minada desde sus inicios. Los artificios esencialmente ilegales del encumbramiento político, la demagogia desenfrenada, el populismo idiota y las falsas posturas redentoras de una gran pléyade de iletrados son la regla.

Toda la sociedad parece arrastrada a esta tolvanera de intereses mezquinos destructivos que se reproducen en el lodo de las componendas y las asechanzas y las felonías más ignominiosas. Nuestra representatividad política es el resultado de mecanismos netamente viciados y de una “voluntad popular” que perdió la facultad libertaria de pensar, pero, con ello, también el brío de crecer sanamente. Los tenedores por delegación del poder soberano parecen encarnar una apuesta recurrente al desastre, sustentada en firme por todos nosotros que los elegimos libérrimamente en el final festivo de cada cuatrienio.

No hay creencias, doctrinas, ideologías organizadoras ni direccionalidad esperanzadora. Hay intereses apandillados, mezquindad y afán desmedido y claramente expuesto de asaltar el presupuesto de la nación. El ejercicio de la función pública por una minoría se ha convertido así en un proceso de acumulación que chorrea ilicitud por todos sus poros.

Segundo, la clase política “a la que hemos delegado los poderes del Estado” durante estos últimos cincuenta años, introdujo en la praxis el perjudicial elemento de la impersonalidad entre ella y nosotros los gobernados. No vemos a nuestros delegados plenipotenciarios, alcanzamos a tocarlos y olfatearlos solo en  las elecciones; en definitiva, no podemos expresarles en sus despachos nuestras aprehensiones y aspiraciones legítimas como formales dueños de la soberanía.

Esta realidad encierra por lo menos dos peligros: el primero tiene que ver con que millones de votantes terminen encerrándose en sus realidades y el poder transferido a las autoridades elegidas se use con el mayor grado de discrecionalidad pecaminosa, sin vigilancia popular efectiva alguna, para fines personales o grupales, muy distantes de las intenciones expresadas en los votos; segundo, que los votantes acaben desconociendo toda autoridad y entiendan los mecanismos de su elección como un juego obsceno en el que todo está permitido. Este escenario es el caos, el desprecio por las normas, el entendimiento público de que autoridad, maldad, carrerismo y avaricia desbordada son sinónimos. 

Tercero, la crisis de la representatividad política formal se expresa en una agenda de intereses, no de soluciones de problemas y de apuestas a resultados. De este modo, cada Administración pierde por lo menos dos años de los cuatro consabidos en ajetreos electorales prematuros, arreglos institucionales, consolidación de alianzas y, como todo esto cuesta mucho dinero, también debemos incluir el tiempo que se gasta en procurarlo, bajo promesas de jugosas concesiones, silencios y apoyos patibularios.

Por último, la representatividad política se vuelve más hueca, menos efectiva y más decorativa por una razón que muchos no advierten. No exageramos si afirmamos que la corrupción erosiona progresivamente el ya deficiente sistema político y social, agudizando y ensanchando la exclusión política de la gran mayoría de los dominicanos.

Sin embargo, la magnitud expuesta crudamente de la corrupción no nos permite visualizar a profundidad un proceso en marcha de consecuencias catastróficas para la funcionalidad democrática. Se trata de la captura del espacio público o cuasi-público por una pequeña élite rentista. Su objetivo supremo es, además de la obtención de multimillonarias contratas, el ajuste y formalización de un marco jurídico-institucional favorable a sus intereses.

Como quiera que se vea este fenómeno, la realidad es que al final de cuentas nuestra representatividad política, cuya calidad formativa no abordamos por razones de espacio, finalizará secuestrada por una minoría oligárquica insaciable a la que para nada interesa el largo plazo. Las decisiones para beneficio del “interés general” serían ahora para asegurar que los impuestos que pagan a regañadientes retornen con creces bajo la modalidad de una enorme diversidad de ventajas furtivas y legales.