El primero en llegar es el Licenciado Ortiz.  Entra sin tocar la puerta siempre abierta del apartamento de Doña Nana, su única cómplice en administrar el Marisleydi III.

–Doña, prepárese, que hoy nos toca enfrentar a las fieras—dice Ortiz,  ensacado hasta el tuétano, muy a pesar del calor.

Doña Nana lo invita a sentarse, enciende un abanico de pedestal, y le brinda un café.  Lucen nerviosos, y no es para menos. La última reunión de la Junta de Residentes del Marisleydi III casi terminó en tragedia, cuando la inquilina de la tercera a mano izquierda, se fajó con la del apartamento  del  primer piso a mano derecha.

La segunda en llegar es Rosenda, propietaria del apartamento de la tercera a la izquierda, ex reina de las patronales barahonenses de 1968, y prima lejana de María Montés, según presume. Fue ella la que tomó un jarrón para arrojárselo a la otra en la pasada reunión.

En contra de lo esperado, la barahonense, entra saludando de lo más amable.

Doña Nana se desvanece ante la sonrisa beatífica que trae su vecina. “A la gente conflictiva hay que perdonarla, y buscarle la vuelta”, suele decir la doña, especie en extinción en cuanto a sentido de la buena convivencia se trata.

Beben otro cafecito en espera de los demás. Pronto aparecen todas. El resto, hombres, no tiene tiempo para esas cosas, así que sentado en medio de un coro de mujeres, el Licenciado Ortiz da inicio a la reunión.

–Tenemos en agenda varias cosas urgentes …—dice Ortiz mientras acaricia la pantalla de su Iphone.

–Lo primero que debo decir—le interrumpe Rosenda en un tono imponente–. Es que ya está bueno de permitirle vagabunderías a los guachimanes de este edificio.

–¡Vale!—exclama la de la primera a la derecha –. ¡Estoy hasta los cojones  de que Wilson no aparezca cuando lo necesito!

Doña Nana las mira, sorprendida de que Maruja, la española, de repente esté de acuerdo en algo con cualquiera de los residentes, mucho menos con Rosenda, a la que  casi mata arrojándole a la cabeza un cenicero durante la reunión anterior. Por fortuna, ambas supieron agacharse a tiempo.

–Lo que pasa es—refuerza la de la primera a la izquierda, oriunda de Jánico y orgullosamente casada con un ruso— que Wilson se pasa el día entero cherchando con los otros haitianos.

–A mí el que no me gusta es Lolo, el guachimán de la noche—dice con voz estridente la  propietaria del pent house, otrora visitadora a médico y ahora esposa de uno—El lo explicó en un español muy claro desde que entró a trabajar en este edificio: “Me visto así, no porque sea delincuente, sino porque era cantante de hip hop cuando vivía en Haití”. ¡Oigan eso! Pero como quiera… ¿Cómo es posible que en el Marisleydi III tengamos de guachimán a un haitiano que anda  con un arete  en la oreja, la cabeza llena de trencitas, y los pantalones cayéndoseles? ¿Esa es la imagen que queremos dar?

Discuten. Que ya van 4 guachimanes dominicanos y ninguno sirve. Que ¿no se acuerdan que el último guachimán dominicano que tuvimos, organizó una tanda de robos tan fuerte que no hubo nadie en el edificio cuyo televisor pantalla plana quedara a salvo? Sí, pero a los guachimanes dominicanos uno por lo menos los entiende, sin embargo, a esta gente no. Wilson, aparte de que yo lo entiendo a él y él a mí, me ha demostrado que es un hombre muy serio. Está bien, Doña Nana, sígale dando su plato de arroz con habichuelas, igual que a Lolo, pero tenga cuidado, no se pase.

El Licenciado Ortiz promete que le enmendará la plana a Wilson y le exigirá a Lolo que deje su artitismo y mejore su forma de vestir, pero nadie le escucha, ni siquiera Doña Nana, sentada a su lado cruzando los dedos para que esta reunión no concluya como la anterior, con su jarrón preferido  hecho añicos.

El Licenciado Ortiz suda. Desanuda el cuello de su corbata, como si quisiera evitar que le de un infarto. Esto de administrar el dichoso Marisleidy III es una pesadilla. Cuando no es que alguien se retrasa en el pago del mantenimiento, es que se dañó la bomba de la cisterna y no hay agua. ¡Y siempre una discusión! Su esposa tiene razón:  cuanto antes, él debe majaretear c on sus jefes el asunto de su ascenso en la empresa; comprarse un apartamento en el decimocuarto piso de una torre de lujo, vivir entre otro tipo de gente.  Pero, por el momento, una cosa u otra, porque lo de adquirir la villa en Capcana también es importante…

Mientras, en el parqueo del Marisleidy III, Wilson conversa en creole con un compatriota.

¿De qué hablan?  De sus vidas, quizá. De los 8 hijos que Wilson dejó a cargo de su madre. De la esposa muerta durante el terremoto. De lo difícil que resulta todo. De, no obstante, la buena suerte de haber conseguido trabajo en Santo Domingo, para poder ayudar a sus familias. De que en las próximas navidades, tal vez, puedan regresar.