Ese verano fue abrumador. En Palma no cabía un alma más. La peseta estaba por los suelos y por eso afluían los turistas como nunca, creando el problema de alojamiento.

Franceses, sí, pero sobre todo ingleses. Infinidad de ingleses todos iguales, rubios, flemáticos, congestionados.

Cuando nos veíamos durmiendo en la playa o en uno de esos patios que tan deliciosamente me impresionaban, la Providencia nos deparó un hotel en construcción: el Majorica, en el camino de Porto-Pi.

Cemento, cal, escasa el agua, y ningún espejo.

En cambio un país maravilloso, hermosísima campiña.

Luz, color, cantar fácil.

La ventana de nuestra habitación es inmensa, sin batientes y con vista sobre el mar.

Más o menos las ocho de la noche. Hace calor, un calor terrible.

La espléndida herradura de la bahía despide irisado centelleo. Algo a la derecha, velan seis pupilas inflamadas en la oscuridad del mar. Seis barcas pesqueras. Seis miradas soñolientas en la noche negra como carbón.

En el puerto, una escalera suntuosamente iluminada baja hasta el agua tenebrosa, prolongándose en estalactitas nacarinas.

Después de tantas bellas noches claras, hoy reina lo sombrío, a excepción de los faros que guiñan los ojos y de la curva del puerto.

Por fortuna ahí viene la luna, mancha rojiza a flor de agua, muy lejos, sobre la vibración luminosa de la punta de la bahía.

Mas no, no es la luna, Esa cosa tumefacta y herrumbrosa no puede ser la luna deslumbradora de Mallorca. Sin embargo, el trapo se estira asqueroso en las tinieblas. Los minutos trabajan en él, lo modelan, y surge la luna.

Allí está, alta, medio compungida, hermosa esfera incandescente que remoja en la onda amarga su luengua barba ensangrentada.

Gris turbio en el cielo. Plomo en el mar, y en el horizonte tinta.

El astro ascendente se nimba de luz, y así el conjunto toma apariencias de paisaje japonés nocturnal.

Sube la luna,  sube serena, insensiblemente, con la misma majestad del vapor que surca las ondas, arrastrando sus fuegos verdes y amarillos.

Claridad, quietud, belleza.

En el silencio de la noche despierta, retumba la sirena estridente del barco que sale para Barcelona. El eco de la montaña recoge el grito poderoso y lo devuelve quejumbrosamente prolongado.

Avanza el barco, majestuoso, nave de luz pestañeante que pasa fantástica frente a la ventana sin batientes. Se desliza ilusorio, sin una oscilación, como por el aire.

Cemento, cal, escasa el agua, y ningún espejo.

En cambio un país maravilloso, una hermosa bahía y una luna deslumbradora. Todo en el marco de una rústica ventana, como las virtudes escondidas en las muchachas humildes.

1932.

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