La tarde del pasado lunes parecía un regalo caído del cielo para la ciudad de New York. Por fin se podía prescindir de los abrigos pesados y las botas. El sol de primavera, que ni sofocante ni gélido, junto a la atmósfera limpia y ligera luego de los aguaceros de días anteriores, daban a entender que el clima también había decidido despojarse de su pesadez.

A la una de la tarde, me reuní con una amiga en la 59 con Lexington. Luego de un café, caminamos hasta el Central Park. Allí, nos dieron las tres riendo y conversando, sentadas en uno de los jardines del parque invadido de lleno por la luz solar como una pintura impresionista.

Felices, nos entretuvimos viendo a la gente resucitar al sol tendida sobre la grama reverdecida; el coro de criaturas correteando en el área infantil; las parejas besándose en los bancos; el saxofonista callejero colocando la música de fondo, sin que nadie imaginara que en ese mismo instante, el pánico hacía sentir su imperiosa presencia.

Al rato, mi amiga y yo nos metimos en la boca del subway. De repente, el tren se detiene. Entra la policía con sus perros y una tropa de bomberos. Hurgan, chequean, buscan algo, a lo mejor sin saber exactamente qué. Nos preguntamos qué pasa, y de inmediato, recordamos que después del 9-11 cualquier cosa es posible.

Minutos después, la horda de perros y uniformados sale, y el tren, como la vida, sigue. De refilón, alcanzo a ver una imagen propia de estos tiempos: amontonados en el andén, brazos arriba y celulares en manos, un grupo de transeúntes toma fotografías de los bomberos, la policía, los perros, y lo que fuese que estuviese pasando allí.

Al llegar a casa de otra amiga me entero de las explosiones ocurridas esa tarde en el maratón de Boston. Paso de un canal a otro y en cada uno es igual: sangre, estupefacción, incertidumbre, cuerpos mutilados, pánico.

Siento mucho lo de Boston, pero no me preocupa que mi vuelo doméstico del día siguiente se vea afectado por ello. Así somos: a pesar de la tragedia que creemos siempre lejana y ajena, esperamos que nuestros deseos individualistas se mantengan intactos. Pase lo que pase, nos creemos a salvo.

Sin embargo, al otro día, en el aeropuerto La Guardia, cundía el caos. No lo sabía, pero estaban desalojando un ala del edificio, razón por la que un gentío compuesto de pasajeros, empleados, pilotos y azafatas, salían desde diferentes orificios como insectos huyendo de sus escondites luego de una fumigación.

¡Out, out, out!, grita con ademanes furiosos y decididos una agente de la TSA, dirigiéndose al taxista que me transporta. El pobre hombre balbucea sin saber qué hacer. Finalmente, se ve obligado a dejarme botada en medio de un escampado, con mi equipaje a rastras. Así paso a formar parte del largo desfile de desalojados yo también.

Helicópteros sobre el cielo. Carros policiales en la tierra. Dentro del edificio, ese aire cargado de sospecha, ese tomar conciencia de que “bomba” es una mala palabra. “God bless our trops” colocado hasta la saciedad en los letreros electrónicos. Agentes de la TSA arrastrando coches de bebé de un lado para otro, seguidos por padres desconcertados. Militares vestidos de hombres y mujeres ranas (¿pertenecen a las mismas tropas que Dios bendice?), apostados de dos en dos frente a las tiendas. Las pantallas de los televisores de los sitios de comida reproduciendo al unísono las noticias del atentado del día anterior. Rostros de pasajeros alzados hacia arriba, mirando, en primer plano, la sonrisa desdentada de Martin Richard, el más joven de las víctimas.

Atravieso esa tierra de todos y de nadie, territorio de la desconfianza propia y ajena, portando mi mejor cara de póker, de piedra, de matatana, y al mismo tiempo de persona inofensiva, por si acaso.

Tres horas después, mi vuelo doméstico está a punto de despegar. Con suerte, he salido del cerco de pánico y sospecha colectiva del que ya nadie, se encuentre donde se encuentre, parece poder escapar. Miro por la ventanilla del avión. En el horizonte, se desdibujan las torres de la ciudad, pero frente a mis ojos, aparece el letrero colocado a un extremo de la pista, que en letras grandes dice: “Welcome to New York”.