La crisis política venezolana que ha seguido a la muerte de Chávez y las elecciones de abril debe ser estudiada con mucho cuidado por los dominicanos. Es claro que no podemos influir nada en su desenlace, ni seremos nosotros los que paguemos la obvia degradación del debate político y democrático en ese país. Pero sí puede servirnos como espejo en el cual mirarnos a la luz de la experiencia del país hermano y la propia.
Como en cualquier conflicto de esta índole, la distancia hace que los observadores sucumban más fácilmente a la tentación de ver y leer sólo aquello que confirma sus prejuicios. Nadie, tampoco quien escribe estas líneas, está libre de ese pecado original en el análisis. Pero esto no es óbice para que podamos aprender de lo que ocurren en Venezuela y aplicar esas lecciones en nuestra comunidad política. Es precisamente la distancia la que nos debe permitir entender y aplicar mejor estas lecciones. Sobre todo porque es más fácil ver los defectos propios cuando se manifiestan en otros. Los problemas de la democracia venezolana que se han puesto de manifiesto en esta crisis son también los problemas de la democracia dominicana.
Los que hacen daño a Venezuela no son los ni los chavistas ni los antichavistas, sino los que, de uno y otro lado, creen que la democracia puede sobrevivir sin diálogo y sin concesiones
Lo que resulta más obvio es que los frentes en conflicto ven los procesos electorales como simples mecanismos de obtención del poder. De ahí surgen tres males graves para cualquier sistema político que pretenda ser democrático.
En primer lugar, se olvida que la democracia no es sólo comicios, parafraseando a Renan, es el compromiso diario de aceptar que las cosas no tienen que ser hecha como nos gusta a nosotros, sino como ha decidido la mayoría. Es por eso que la calidad de la democracia no se mide sólo por cómo gobiernan los ganadores, sino también por cómo los perdedores encajan la derrota. La democracia es un proceso de discusión constante sobre los problemas que aquejan al país y a sus habitantes. Es cierto que las elecciones son parte fundamental de la misma, pero no la agotan. Las elecciones pasan, pero la sociedad queda. Lo mismo debería poder decirse de la democracia.
En segundo lugar, se afianza la idea errada de que papel de las elecciones en una democracia es únicamente determinar quién ejerce el poder. Esto no es cierto. Los procesos electorales son momentos en los que se intensifica la discusión pública sobre el destino de esa comunidad política, cuáles son sus objetivos y cómo deben enfrentarse sus retos. Ese debate influye el destino de una democracia casi en la misma forma en que lo hace el conteo de votos. Las elecciones se ganan o se pierden, pero no implican la obliteración de la visión que no alcanzó el poder.
En último lugar, la democracia queda reducida a su pugna electoral y olvidan que el principal actor es el pueblo que, como ya dijimos, permanece. En el caso venezolano ambas partes están olvidando que el otro ha sacado por lo menos casi la mitad de los votos. Los venezolanos (o dominicanos) que votan por el oficialismo o la oposición no son “oficialistas” u “opositores”, son ante todo, personas con vínculos afectivos y de todo tipo que no atienden estas categorías. En segundo lugar, son ciudadanos que tienen interés en la supervivencia de un clima de entendimiento pacífico. Sólo en último lugar pueden considerarse parte de un “ismo” o un “anti ismo”.
Por ello, ni el vencedor debe olvidar que la conciliación es su responsabilidad, ni el vencido debe pretender desconocer los resultados que no le permitieron alcanzar la Presidencia. Naturalmente, si las elecciones se ven como una herramienta para alcanzar el poder por el poder, entonces no es posible que actúen de otra forma.
Y esto es lamentable, tanto para nosotros como para el espejo en el que nos toca mirarnos en esta ocasión. Cuando las partes adoptan discursos incompatibles con la conciliación, entonces es difícil que la misma se produzca. Mucho menos puede producirse un diálogo constructivo.
Por eso rechazo, como hice en su momento en nuestro país, que se trate al gobierno chavista como una dictadura. Por mucho que se quieran torcer los conceptos, no lo es. Llamarlo así tiene como objetivo crear una visión maniquea y extremista del problema. Así se aprovecha el peso emotivo, histórico y ético de este calificativo como forma de condicionar un argumento que debería ser más sincero y equilibrado.
Pero, además, ocurre que los extremos se tocan. Quienes así opinan paran no reconocer una derrota electoral deben darse cuenta de que están brindándole sustento al argumento lamentable de que la democracia, en la medida en que es “burguesa” no es democracia. Ningún proyecto político que alcance el gobierno bajo el manto de este argumento podrá reclamar luego que se respete su origen democrático.
Lo mismo opino sobre la práctica de llamar “fascista” al opositor. Esta práctica es una muestra de cuánto se ha degradado la capacidad de las élites políticas venezolanas para dialogar democráticamente. Lo que empezó como un denuesto oficialista, se ha convertido también en una respuesta opositora. Es peligrosos que esto ocurra, porque detrás del sustantivo subyace una sentencia lapidaria: “Con fascistas no se dialoga”.
Esta incapacidad de ver la democracia más allá de sus aspectos formales es lo que lleva, en Venezuela y República Dominicana, a la práctica consciente de acudir a las elecciones a ganar o denunciar fraude. No hay derecho, ni es democrático, a desestabilizar un país sencillamente porque el resultado electoral es adverso. Eso es una falta de respeto a todos los votantes, incluyendo los propios.
No quiere decir esto que todas las denuncias de fraude son irresponsables, es obvio por nuestra propia historia que no es así. Pero, ante la falta de indicios serios y contundentes, denunciar un fraude que no puede ser probado es un atentado a la democracia, pues equivale a desconocer las elecciones o pretender que se repitan hasta ganarlas.
Estas observaciones son tan válidas para nuestro país como para Venezuela. Tenemos que asumir que la democracia es un sistema que garantiza derrotas a todos. No se gana siempre, lo que hay que saber es que los triunfos del futuro se abonan con las derrotas de hoy. Sobre todo, tenemos que entender que la democracia no se limita a los momentos electorales. Es algo que se construye y vive cada día.
Al final, y esta es una lección que debemos aprender nosotros para adaptarla a nuestra realidad, los que hacen daño a Venezuela no son los ni los chavistas ni los antichavistas, sino los que, de uno y otro lado, creen que la democracia puede sobrevivir sin diálogo y sin concesiones. Ojalá y el gobierno y la oposición venezolana lo descubran antes de que sea demasiado tarde.