Desde el ámbito del discurso intelectual, esa totalidad irrefutable que es la identidad dominicana de acuerdo a la historia oficial de la nación de cuño trujillista ha tenido una suerte variable en el Santo Domingo de la transición. Aunque atenuados por efecto de la crítica a la que han sido sometidos en las últimas décadas, los mitos y la imaginería asociados a una dominicanidad unificadora de signo europeo persisten hoy día con sorprendente vigor.
Como es sabido, el impulso modernizador que heredó Trujillo de la primera invasión estadounidense trajo aparejada la reformulación e institucionalización de un discurso de la identidad que venía erigiéndose en narrativa dominante desde finales del siglo XIX. Contrario a lo esperable en una circunstancia histórica de transición hacia la democracia, el fin de la dictadura formal no parece haber propiciado desde el ámbito intelectual un cambio drástico en la manera de explicar la cultura dominicana. Aunque hay que reconocer que el nuevo orden de cosas dio paso a un afán revisionista, no es menos cierto que los eruditos de avanzada que heredaron el espacio de la universidad trujillista han continuado teorizando lo dominicano desde una perspectiva asaz monolítica, esto es, al obviar el discurso de lo diverso en el debate sobre la identidad cultural dominicana, los intelectuales de la transición han incurrido en una mala lectura de la misma, una lectura que ha llevado incluso a los pensadores "progresistas" a discutir la dominicanidad desde la óptica del saber monológico de la ciudad letrada de impronta trujillista. En efecto, aún cuando el propósito de la intelectualidad del postrujillismo ha sido el de problematizar esa discursividad unificadora que les precede, persiste en darle vigencia a través de su propia labor, prolongando así su perniciosa ética institucional.
Vale la pena ilustrar la manera en que la pedagogía trujillista sobre lo dominicano se ha visto paradójicamente reforzada en sus aspectos fundamentales por sus propios críticos. Un ejemplo de esta situación contradictoria en que el intelectual revisionista cae víctima de su misma retórica se halla en la obra del reconocido historiador Frank Moya Pons. En una conferencia pronunciada en 1980 bajo el título de "Modernización y cambios en la República Dominicana", Moya Pons ejercita un paseo diacrónico por cien años de historia dominicana. Al llegar a la época de la dictadura no tiene reparos en denunciar la manera en que la ideología del trujillismo "confundió a los dominicanos" en cuanto a su realidad racial y cultural; con todo, clausura su charla con la siguiente afirmación: "El trujillismo fue un optimismo que hizo renacer la confianza de los dominicanos en su propia capacidad de avanzar por sí mismos. El trujillismo, con su propaganda desmesurada sobre la excelencia de lo dominicano, en tanto que identificado con Trujillo y opuesto a lo haitiano, logró desatar energías dormidas en la sociedad dominicana y poner en marcha nuevos esfuerzos para la producción de la riqueza que han servido de base luego para el actual desarrollo económico dominicano".
Esta declaración en torno a las "energías" latentes en la sociedad dominicana que son avivadas por la maquinaria ideológica trujillista hasta el presente es reveladora de las complejidades inherentes al pensamiento de la transición. He aquí a uno de los más reputados historiadores dominicanos adelantando la hipótesis de que el trujillismo fungió como agente catalítico que ayudó a despertar de su latencia el espíritu hacendoso del dominicano, sus "energías dormidas", encaminándolo así por la senda del progreso material. La ambivalente fraseología de Moya Pons tiene el efecto de reavivar la idea del carácter providencialista de Trujillo en el entramado de la historia patria elaborado por los intelectuales orgánicos del régimen.
Un acontecimiento mucho más inmediato permitirá matizar aún más las contradicciones con las que, a mi juicio, se enfrenta el discurso intelectual dominicano. Pienso en un acontecimiento que podría parecer irrelevante si no fuera por la profunda carga simbólica que acarrea. Hablo de la cacareada concesión, en 2002, del Premio Nacional E. León Jimenes a la reedición del ensayo de Manuel Núñez El ocaso de la nación dominicana, obra que recupera cada uno de los axiomas del nacionalismo trujillista, especialmente ése que postula la idea de una identidad cultural inmutable, de raíz hispánica, que es necesario proteger de los elementos foráneos "desnacionalizantes" que amenazan su pureza.
El hecho de que entre los responsables del veredicto que confirió el premio a Núñez hayan figurado tres de las más notorias voces críticas de la postdictadura, a saber: Andrés L. Mateo, Carlos Esteban Deive y Marcio Veloz Maggiolo, reviste este acontecimiento de un dramatismo atroz. Al premiar El ocaso de la nación dominicana estos intelectuales confieren reconocimiento a un libro que repite las mismas ideas sobre lo dominicano que su propia labor crítica se propuso desmantelar años antes. Sopésense, por ejemplo, las premisas de la obra galardonada con las que signan la producción de algunos de los integrantes del jurado.
En Mito e historia en la era de Trujillo (1993) Andrés L. Mateo enumera los rasgos fundamentales del aparato ideológico trujillista e incluso afirma cómo el mismo se prolonga en la realidad histórica dominicana: "Los temas clásicos de lo que se considera la "ideología del trujillismo", se pueden representar en las siguientes propuestas recurrentes: mesianismo, hispanismo, catolicismo, anticomunismo, antihaitianismo. Todos tienen una relación instrumental demasiado inmediata con lo político, y una simplicidad tan rotunda en su adulteración de la historia y la realidad, que los hace colindar con la propaganda, y no con la racionalización ideológica… en su referencialidad, se bautizan en el mito que acompaña como un esplendor inalterable a la 'Era' desplegándose en la historia". Como puede constatar quien haya leído El ocaso de la nación dominicana en cualquiera de sus versiones, cada una de las cinco "propuestas recurrentes" que especifica Mateo como características del trujillismo ideológico están presentes en Núñez en proporciones mayúsculas.
El caso de Carlos Esteban Deive es todavía más sombrío puesto que su obra toca uno de los aspectos centrales en los que se ancla la teoría trujillista de la identidad dominicana. En Vodú y magia en Santo Domingo (1975) Deive utiliza un acercamiento etnográfico de corte estructuralista para demostrar que los ritos animistas vinculados principalmente al vudú haitiano y practicados a lo largo de la geografía dominicana no son exactamente un injerto de las costumbres del país vecino, como prescriben los proponentes de la dominicanidad trujillista, sino que forman parte de un acervo cultural que puede ser rastreado desde los tiempos coloniales en toda la isla. El enfoque en las diversas religiones populares le permite a Deive denunciar la lejanía de la realidad histórica presente en el discurso nacionalista hispanófilo: "…este país es heredero de una cultura de sello hispánico y de otra -u otras- procedente del África negra. Santo Domingo pertenece, en efecto, al conjunto de naciones afroamericanas, realidad ésta que la historiografía criolla tradicional ha escamoteado, a modo de hábil acto de prestidigitación, en aras de un hispanismo a ultranza".
Estas inconsistencias hermenéuticas en el discurso intelectual dominicano actual ensombrecen los asedios críticos a la preceptiva sobre lo cultural enraizada en la malsana dominicanidad trujillista.