“Los intereses particulares hacen olvidar fácilmente los públicos”-Montesquieu.

Los grupos de interés representados en las industrias, el comercio y los servicios, siempre tratan, en países con las deficiencias institucionales de la República Dominicana, de hacer prevalecer sus intereses tratando de pagar menos al Estado, ganar más con el Estado y pedir más al Estado. Ese comportamiento ha sido la regla de oro de la relación Estado-empresa desde que la nación iniciara su trayectoria de vida democrática.

Ciertamente, algunas empresas, a veces organizadas en gremios eficientes o decorativos, son más radicales que otras en sus pretensiones de llevárselo todo, dejando al Estado algunas migajas del pastel de las actividades reproductivas. Como si fuera poco, al margen de la participación actual para nada equitativa del Estado en las ganancias percibidas, también logran imponer, en diversos ámbitos productivos, elevados sobrecostos al sistema económico, los cuales terminan pagando inevitablemente los indefensos contribuyentes.

No es para nada extraño, consecuentemente, que unas cuantas empresas mineras locales, que para nada podríamos poner como ejemplos de su sector, consideren que uno de los más severos percances del festivo final del año 2017 fuera la presentación del anteproyecto de Ley de la Minería Nacional, elaborado por el órgano rector de la minería, el Ministerio de Energía y Minas.

De acuerdo con sus altisonantes declaraciones, que no firman, el anteproyecto pretende convertir a los inversionistas mineros en asalariados del Estado, exprimiendo sus márgenes al límite. Además de calificar el anteproyecto de “lamentable herencia” dejada por el año recién concluido, hacen una afirmación que nos parece hasta jocosa: el anteproyecto es el producto “de una mentalidad trasnochada de un socialismo que pretendió hacer colapsar al mundo”.  Así de malhumorados, solicitan una rectificación juiciosa “para que el país se beneficie de sus recursos mineros guardados por millones de años en el subsuelo de nuestra isla” (no podía faltar, en la penosa arremetida, la falsa preocupación por el interés común, que a menudo dicen no saber qué es).

Ante estas declaraciones no pude menos que tratar de informarme mejor sobre los pormenores de esta desgracia nacional llamada anteproyecto de Ley de la Minería Nacional.

Lo primero es que los lectores deben saber que este anteproyecto estuvo en manos de los más genuinos representantes del sector minero nacional, profesionales del área, academias, instituciones públicas, abogados especializados en la temática y otros actores importantes durante casi dos meses. Bastaría decir que, por lo menos, dos versiones estuvieron colgadas -en un notable ejercicio de transparencia y motivación de la participación ciudadana en los procesos de elaboración de políticas públicas- en el portal Web del ministerio.

Entidades respetables, como la Academia de Ciencias de la República Dominicana, emitieron sus opiniones y presentaron sus propuestas de enmiendas, en su gran mayoría muy valiosas, y podemos dar fe de que todas las observaciones consideradas razonables, que suman decenas, por el equipo multidisciplinario que hizo el trabajo, fueron debidamente redactadas e incorporadas al texto.

Vistas declaraciones tan desproporcionadas como las aludidas más arriba, no podemos menos que convenir que el objetivo primario para muchos no era enriquecer el anteproyecto, salvaguardando sensatamente sus intereses e inclinándose por un enfoque de equilibrio posible, sino apostar a su colapso o a su descrédito para mantener la inaceptable situación actual del intercambio fiscal-económico Estado-empresas mineras al estilo de los primeros años de la Conquista.

Lo segundo, sin tocar todos los aspectos temáticos que abarca de manera organizada y novedosa el anteproyecto, tiene que ver con aquello de que el país se beneficie de sus recursos mineros guardados por millones de años en el subsuelo de nuestra isla.

Los recursos naturales no renovables, entre los cuales se encuentran las sustancias minerales de cualquier naturaleza o clase, son patrimonio de la nación, ya se encuentren en el territorio físico, ya en los espacios marítimos bajo jurisdicción nacional, nos dice la Constitución de la República.

De aquí que el objetivo fundamental de cualquier modelo fiscal y económico en el ámbito minero, sea el de garantizar una retribución y una contribución del todo legítima, razonable y justa al Estado-que es el único propietario- por la explotación de unos recursos no renovables “guardados por millones de años en el subsuelo de nuestra isla”. Como no es posible “sembrar” ningún mineral en el mismo lugar donde se extrae, el Estado debe asegurar a cambio que los ingresos sean suficientes para financiar obras y proyectos de interés nacional, así como para costear parcialmente la reparación de los daños ambientales ocasionados. Esta es la única forma posible de sembrar minería.

Pero, ¿es que en realidad el nuevo modelo minero convierte en asalariados del Estado a los inversionistas? Veamos. Se propone la transición de un modelo fiscal-económico en el que la participación del Estado en la renta minera alcanza apenas un 31.6% del total, a un modelo hibrido que combina el tributo sobre el valor comercializado -a través de una autentica regalía que es ahora un gasto y no un adelanto a cuenta del ISR-, con la tributación sobre los beneficios (tanto el ISR como la contribución a los gobiernos locales de la Ley 64-00).

Este nuevo esquema garantiza al Estado, por un lado, una participación mínima del 40% de la renta minera total, con un impuesto complementario en caso de ser necesario; por otro, una participación creciente en las ganancias extraordinarias producto de cotizaciones elevadas de los metales en los mercados internacionales, gracias a un impuesto excepcional a estas ganancias "inesperadas".

En algunos países la participación estatal en las ganancias supera con creces el 40% y las inversiones fluyen, y lo hacen bajos reglas muy estrictas y se consideran ellas mismas muy justamente compensadas.

Por ejemplo, en Chile, la renta minera -que incluye el royalty más una serie de otros gravámenes- alcanzó la cifra de US$1,350 millones durante los primeros nueve meses de 2017, más del doble de los US$593 millones registrados en el mismo período del año anterior. Del otro lado, las mineras se llevaron ganancias por un valor de US$3,236 millones a septiembre, casi tres veces lo registrado en 2016, mientras que los ingresos rozaron los US$17 mil millones. Esto significa que la renta estatal como proporción de las ganancias componen aproximadamente el 42%. ¡Quisiéramos ser semejantes asalariados!

En Perú (lo mismo que en Bolivia y Ecuador), que muchos se atreven a decir que es un modelo de minería socialista, la participación del Estado en la renta minera global es mucho mayor que la de Chile y, sin embargo, recientemente el viceministro de minas de ese país anunció inversiones en megaproyectos mineros por un valor de 10,000 millones de dólares.

Dejemos de hacer cuentos sobre la merma de competitividad, la reducción de inversiones y la quiebra del sector y contribuyamos efectiva y sinceramente a poner un granito de arena “para que el país se beneficie de sus recursos mineros”.