A los 17 años, a apenas un semestre de haber entrado a la facultad de derecho, mis progenitores se separaron y me fui a vivir con mi mamá. La separación marital que, para algunas personas, es considerada un trauma para la prole, significó para mi una liberación. Una experiencia desafiante que trajo consigo nuevas oportunidades de seguir emprendiendo, aprendiendo.

¡A caso no fue eso lo que experimenté desde niña cuando mi papá molía chocolate en su refinería de sal y yo hacía bolitas pequeñas que vendía por una mota en la galería de mi casa!

Eran los años setenta y el valor de la moneda dominicana estaba a la par con el dólar, de modo que 10 cheles eran equivalentes a US$0.10 (diez centavos de dólar).

Y escribo estas reflexiones hoy, 28 de diciembre, fecha en que conmemoro el natalicio de mi fenecido padre, Teófilo Jiménez. ¡Qué gran emprendedor fue mi padre! Trabajó cuando era niño como aprendiz de mecánica, fue un alumno brillante en la escuela primaria y en el liceo, se independizó a los 17 años cuando se unió a mi mamá y, a partir de entonces, fue siempre el dueño de sus propios negocios: academia de mecanografía, ventorrillo, pollera, compraventa, bienes raíces y refinería de sal.  Mi mamá y mi papá trabajaron mano a mano en los negocios chiquitos y en los medianos, y siempre cumplieron con su obligación de alimentarnos, educarnos y vestirnos bien. Yo recibí  la mejor educación en el politécnico, el centro cultural de inglés y bellas artes. Como en toda familia emprendedora, mi trabajo como niña era respetado y pagado: todos los sábados recibía un sueldo en efectivo con el cual compraba dulces y ahorraba.

Aún recuerdo aquellos momentos cuando de niña iba sola al molino al mediodía y aprovechaba que no hubiera nadie en la pequeña refinería: entraba mi manita en la sal molida blanquesina y cálida y observaba con plenitud cómo se deslizaba desde la cúspide, se esparcía por la mitad y caía explayada en el cajón cuadrado de madera cruda o base del molino.