“Solo en la Academia de la Lengua aférranse más y más a sus rancias ideas, necias y estúpidas de negar en ella a la mujer. Los encargados de limpiar, fijar y dar esplendor al lenguaje (…) no comprenden cómo un cerebro de mujer puede gozar del don divino del privilegio”. Diario El Globo 23/04/21912
Realmente hay pocas cosas en la vida que me emocionen de tal modo y que logren provocar en mí una pasión que rebose todo límite, como el hecho de descubrir a un autor que hasta entonces desconozco y que logra conmoverme. Son ese tipo de escritores y escritoras cuyas obras, una vez establecido el primer contacto, no puedo dejar de leer. En esas ocasiones ansío de inmediato sumergirme una y otra vez en su universo. Siempre, desde muy niña, ocurrió de igual modo. Cada nuevo hallazgo afortunado inevitablemente me conduce a un desmedido afán por querer saberlo todo y por leerlo todo.
A Emilia Pardo Bazán la conocí en los primeros cursos de bachillerato. Con el tiempo llegaría a admirar y mucho, a la mujer valiente y rompedora que fue. Sin embargo admito, y no poco avergonzada, que me dejé llevar por esa corriente que siempre la mantuvo un tanto al margen, sin llegar a reconocer abiertamente y sin prejuicio ninguno su enorme talento literario. Durante años la estudié en los libros de texto; se citaba su nombre otorgando a su figura indudable valor, pero la lectura de sus obras quedaba a menudo relegada frente a los grandes títulos de sus coetáneos varones. El siglo XIX, sobre todo en sus postreras décadas, llenó este país de grandes novelistas. Algunos de ellos forman parte del grupo de privilegio que legaron letras de reconocido prestigio para la historia literaria española. Apellidos ilustres como Clarín, Pérez Galdós, Unamuno o Blasco Ibáñez son tan solo una muestra de un grupo heterogéneo en cuanto a propuestas y movimientos en boga a lo largo de todo aquel período. No faltaron al mismo las mujeres. Otras escritoras, además de Pardo Bazán, lograron alcanzar renombre, si bien siempre circunscritas por un delicado ejercicio de equilibrio que les era exigido en función de su sexo. Rosalía de Castro o Cecilia Böhl de Faber serían, entre algunas otras menos conocidas, las que habrían de gozar de un mayor prestigio.
Pero fue sin duda Emilia Pardo Bazán, de quien este año España celebra el centenario de su muerte, quien habría de cobrar protagonismo entre todas las demás y no solo por sus particulares características, si no por su estilo admirado incluso por quienes en algún momento se encargarían de denostarla. Sería Leopoldo Alas Clarín, por entonces ya consagrado escritor, afamado y lúcido crítico literario, quien primero fuera sincero admirador, para luego encabezar con ferocidad la lista de sus detractores.
La escritora no solo habría de encontrar oposición en el asturiano, sino que fue denostada por muchos otros de sus compañeros. Con frecuencia fue objeto de burla por su aspecto, de envidia por su dinero y su posición social que le permitía una libertad y una actitud de franco desacato frente a las convenciones sociales. El XIX fue sin duda un siglo convulso e intenso en profundos cambios difíciles de aceptar por una sociedad sumida en la zozobra que estos provocan. Mujer de amplios horizontes fue la autora una precursora, una mujer fuera de su tiempo, cuyos planteamientos chocaban frontalmente con muchos de los postulados dados por buenos entonces. Convencida luchadora en favor de las mujeres, siempre destacó por su enorme inteligencia y la claridad de sus ideas. En sus tertulias se reunía lo más granado del mundo artístico, político e intelectual de Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida y de la que llegaría a ser presidenta de la sección literaria del Ateneo. Doña Emilia fue persona de vasta cultura y emprendedora de infatigable actividad. Fue escritora, periodista cultural, política, crítica e historiadora literaria, ensayista, cuentista, dramaturga, empresaria y editora entre algunas cosas más. Frente a aquellos que hicieron de la crítica a su persona beneficio, no le faltaron amistades leales e infatigables valedores que la defenderían sin la menor fisura, como hiciera siempre Benito Pérez Galdós, maestro, admirador, compañero sentimental y amigo de toda una vida. Serían muchas otras las personas posicionadas claramente a su lado y que le prestaron su apoyo en diversos momentos. El favor de muchos de sus amigos procuró que su nombre sonara con fuerza para ser la primera mujer que tomara parte de la Real Academia de la Lengua española. Ella misma se postularía para tal empresa, más siempre le fue negada la posibilidad por la rígida y caduca oposición de una institución bajo el poder de los hombres.
Mujer dotada de enorme viveza e incansable curiosidad intelectual adquirió brillo propio como una de las mejores exponentes del naturalismo literario, que de la mano de Zola se estaba imponiendo en Europa. El naturalismo fue una corriente literaria, artística y filosófica que surgiría en el viejo continente a finales de siglo y que llegó para cambiar conceptos decimonónicos considerados ya obsoletos. Si bien tuvo muchas raíces en común con el realismo, su visión tal vez fuera más cruda y a la vez más radical en su interpretación de la existencia. En cualquier caso ambas corrientes llegarían para llevarse por delante el idealismo profundamente imbricado en el romanticismo de los albores del XIX.
El naturalismo, si bien en este país adquiere unas características algo diferentes, propone la objetividad frente al subjetivismo imperante en su antecesor, confiando en la ciencia como mecanismo que permite al ser humano acceder al conocimiento. Era un requisito indispensable a tal propósito, la práctica de la observación y la experimentación cuyo fin último es aspirar a aprehender la realidad, integrarla y así lograr plasmarla en el papel. El nuevo paradigma esgrimía argumentos diferentes a los ya conocidos, tratando de explicar a un ser humano condicionado desde el momento mismo de su nacimiento, definida su existencia por rasgos inherentes a su posición social de origen y a una impronta biológica que fijaría su conducta. Después de todo uno no puede escapar a ser quien es. El naturalismo incorporaba una visión determinista, aceptando este hecho como axioma que marca indefectiblemente la historia personal del individuo. Justo en el extremo opuesto a la espiritualidad del romanticismo, éste va a centrarse en la visión más sórdida y deleznable del ser humano.
Pardo Bazán en “Los pazos de Ulloa” no teme afrontar las más bajas pasiones de sus personajes. Lo hace de forma descarnada, a pesar de su condición femenina y de la mirada que se espera en una mujer. En ciertos parajes a lo largo de la novela deja entrever un humor soterrado, que si bien no suaviza el cuadro distiende en ciertos casos y alivia las tensiones de un comportamiento que nos muestra lo peor del individuo. No hay complacencia ninguna para con las criaturas que pueblan su imaginario. Sus personajes beben no solo de fuentes literarias si no de la propia tradición de su tierra natal, Galicia, tan unida a leyendas y a un modo de contemplar la existencia -según las malas lenguas- bajo la densa bruma del pesimismo. Doña Emilia seguirá los dictados del movimiento y será prolija hasta el extremo en el uso de la palabra, reflejando con maestría y precisión inigualable la realidad a través de minuciosas descripciones que nos acercan -cual si de una imagen fotográfica se tratara- hasta el más mínimo detalle, tal como podemos disfrutar en este párrafo: “Si se encontrase allí algún maestro de la escuela pictórica flamenca, de los que han derramado la poesía del arte sobre la prosa de la vida doméstica y material, ¡con cuánto placer vería el espectáculo de la gran cocina, la hermosa actividad del fuego de leña que acariciaba la panza reluciente de los peroles, los gruesos brazos del ama confundidos con la carne no menos rolliza y sanguínea del asado que aderezaba, las rojas mejillas de las muchachas entretenidas en retozar con el idiota, como ninfas con un sátiro atado, arrojándole entre el cuero y la camisa puñados de arroz y cucuruchos de pimiento!” El naturalista pretende un relato lo más fiel posible, sin aderezos ni falsos trampantojos que simulen una realidad inexistente. Y en esto Pardo Bazán, como en tantas otras cosas, es sin duda una auténtica maestra. Puede que llegara un poco tarde a descubrir su talento, pero hoy lo hago alborozada y con la acuciante necesidad de seguir escudriñando hasta la última de sus obras.