I

Hago consciencia de que el estudio de la filosofía al que he estado expuesto ha sido siempre mirando la realidad parcialmente y no en su compleja totalidad. Lo que resulta paradójico ya que, precisamente, el quehacer filosófico pretende comprender y explicar la totalidad de la realidad (al menos así me lo vendieron). En suma, no se han visto todas las aristas en los temas clásicos de la larga lista de temas profundamente humanos; así cuando se aborda la justicia se habla muy poco de las injusticias; cuando el amor, nada del odio; cuando la muerte, algunas cosas sobre la vida; cuando la libertad, muy poco sobre la esclavitud.

La consciencia dualista de los filósofos griegos (probablemente la hayan sacado de las religiones órficas y sus influencias orientales) nos llega con la misma inclinación hacia lo positivo que obnubila el otro polo, lo negativo. A veces, ese otro polo resulta hasta innombrable dentro del discurso que examina la cuestión y, si se nombra, se aborda de forma ligera y como contraste para magnificar el reverso. Tenemos tratados clásicos sobre la Ley, pero no sobre la desobediencia; sobre la justicia, pero no sobre la injusticia; sobre la felicidad, pero no sobre la infelicidad; sobre la amistad, pero no sobre la enemistad; del placer, pero no sobre el dolor. No es que estas otras caras de la moneda no se hayan abordado, sino que lo dicho sobre ellas ha sido circunstancial y en función de su opuesto. En definitiva, hecho de menos un buen tratado sobre el dolor, sobre la desventura, sobre la infelicidad, sobre las injusticias, sobre el odio, sobre la tristeza. Estas realidades están más presentes en nuestras vidas que sus opuestas de quien presumimos saberlo todo o casi todo.

II

¿Para qué la literatura? Los libros de autoayuda y la cada vez más creciente mojigatería dominicana pretenden llevar a la buena literatura al paraíso encantado de la cultura de masas estadounidense. Esa que procura darle finales felices a todo y que hace de las historias una enseñanza de superación tan banal y estereotipada como la ilusión de ganar en Hollywood las guerras que han perdido en la realidad.

La literatura busca tocar aquellos temas que no hemos podido comprender por vía del discurso racional. Ella está para mostrarnos, con sus historias y su lirismo, aquello que la pretensiosa y racionalidad moderna ha querido ocultar de la realidad humana. Los temas tangenciales y los proscritos de los grandes tratados filosóficos y científicos de occidente han sido abordados por las obras literarias. Si queremos hablar de la infelicidad, leamos a Madame Bovary de Flaubert. Queremos hablar del dolor humano provocado por nuestros seres queridos, leamos a Kafka. Queremos hablar de injusticias, leamos a Víctor Hugo, Miguel Ángel Asturias y Manuel Scorza.

La literatura se encarga de la otra cara de la moneda. No es para mostrarnos finales felices, sino la miseria humana: las consecuencias trágicas sobre los demás de nuestras acciones; de la irracionalidad mostrada más que de la racionalidad argumentada. La literatura que pretende moralizar por vía de finales felices es pésima literatura.

III

La jodida cultura de los ofendiditos pretende establecernos qué obras debemos leer, de qué temas debemos hablar, qué habilidades conviene enseñar para aprender a «pasarla bien» y, sobre todo, cuáles historias son las mejores para la formación de las frágiles almas de estos tiempos. La salud mental se constituirá en el nuevo paradigma social de los dominicanos y el sueño personal en el proyecto de la nación. Lo importante es el ombligo propio y colocarlo como centro del universo. Buscarnos adentro lo que no podemos encontrar fuera. ¡Vaya perla!

IV

Entre uno y otro embrollo transcurre una vida. La certeza está en confiar en que se tiene el coraje para emprender el viaje sin promesas absolutas, pero con ciertas claridades que funcionan como mástil al cual atar fuertemente las velas. Vengan de donde vengan, deben mirar lo oculto, lo extraño, lo indecoroso de la vida. Entonces, ya no se trata de lo que podamos pensar o no pensar, leer o no leer, sino simplemente de dónde nos agarramos en contra del sinsentido.

Como dijo un sabio de cuyo nombre no quiero acordarme: vivir auténticamente.