La percepción es modificada por los acontecimientos que vemos en el día a día. Para dar un ejemplo: los días pasan sin que la gente se de cuenta de lo importante que es participar en política. Sin embargo, este juicio –o esta premonición– de que la gente no participa es sumamente relativa. Quiérase o no, la gente termina participando de alguna manera.
El interesante libro de Steven Covey, un gurú de la administración nacido en Salt Lake, Utah decía en su libro Los 7 hábitos de las personas altamente efectivas, que cada quien tenía un círculo de influencia en el qué actuar. Digamos entonces, que tarde o temprano, los hechos que ocurren en el mundo real –digamos, las noticias–, son percibidos por los demás y por todos.
Decía un filósofo muy reconocido llamado George Berkeley, (Principios del conocimiento humano), que todo lo que tenemos frente es percibido o no es percibido por nuestros sentidos. Sin embargo, el mito de la caverna –todos recordamos al filósofo griego–, nos enseña algo: los habitantes de la caverna no saben que lo de afuera existe porque nunca han salido de su ámbito de sombras. Sin embargo, no podemos decir que lo de afuera no existe porque los habitantes de la cueva no lo perciban en un determinado momento de su historia personal o colectiva. Imaginando una divinidad que todo lo sepa, entonces solo ella podría saber, en una suerte de ubicuidad total, todo lo que existe en todas partes (en cada Universo, y en cada lugar de cada Universo).
Por esta razón, uno se queda estupefacto cuando hay gente que quiere creer que sabe todo lo que existe y que supone que su modelo de análisis es la última Coca-Cola del desierto y que son capaces de ser augures o predictores de lo que sucederá en pocos minutos, ese arte de predecir que era característico de algunos personajes de ficciones. Es menester indicar que lo que ocurre en este momento en Marraquesh –para irnos al Oriente–, es algo que no tiene que ver con lo que ocurre en Honduras, o en Copenhague. Sin embargo, por uno de esos azares de la historia, podemos entender que en otros lugares –Sidney, London, o Madrid–, ocurren muchas cosas. Sin embargo, intentar entender lo que ocurre en todas partes, es una especie de infantilismo del género humano.
También podemos agregar que lo que ocurre en un lugar no implica que lo que ocurra en otro lugar no exista (en el caso de los que se abstraen en un sitio y se olvidan que el mundo es vasto como la imaginación de un dios del panteón chino). Depurar hasta el cansancio los límites de un viaje, por ejemplo, o proclamar que en New York ocurren cosas más lindas que las que ocurren en Puerto Plata, es una especie de antifaz con el que nos vendamos. Un yaniqueque de Villa Mella puede ser más económico y más precioso que una ensalada gourmet en Soho’s o the Hampton’s. Una morena de Puerto Plata –según me han dicho algunos socialite’s–, se mueve más duro que una china o una alemana que viva en Manhattan y que ni la hora te dé.
No es menos cierto que lo que ocurre en Buenos Aires es harto interesante, por ejemplo. Tenemos la lucha encarnizada que se escenificó entre los partidos entre Boca y River en los últimos días. Aparataje increíble, el discurso de Cristina Fernández de Kirchner –una mujer preciosa–, había sido último, pero el de Macri salió levantado, se explayó como si fuera una detonación de diez mil decibeles y la gente comprendió que se gobernaba y que no era una broma lo que pasaba con el país de las carnes asadas y el Say no More.
Un líder entra en la historia de diversa manera; tengo para mí que ese discurso histórico de Macri determinó –en ese momento– todo el sentir de una población con dificultades de todo tipo (económicas, políticas y sociales).
Todo esto viene a cuento porque en República Dominicana tenemos procesos interesantes que deben ser analizados con cuidado de cirujano plástico cuando intenta no destruirte el rostro. Los sociólogos y los politólogos se embarcan en análisis para descifrar una realidad que se está viviendo (así, en gerundio), que nos permite atisbar un cambio societal que no podrá detenerse, para seguir el aserto filosófico que nos habla de que lo único que no cambia es el cambio, o para decirlo con palabras llanas que el cambio es permanente. Y esto es entendible de dos maneras. Por un lado, tenemos una población cada vez más muda que no dice nada cuando llega del trabajo a la casa (se meten en el playstation y el Netflix). Los dominicanos no hablan casi de lo que viven y se han convertido –de acuerdo a algunos– en ágrafos transistorizados. Para no decir zombies. Algunos me dicen que todo cambia, como dice Diego Torres, y que ya casi no se envían cartas por correo postal, y que todo es email.
Aun asi, algunos sectores quieren hablar de una apreciación que debe mantener a la opinión pública no agazapada y es el tema de la participación de todos en el proceso que se está experimentando en el plano político del país. Resulta importante destacar que una imagen percibida –para volver a Berkeley–, nos permite comprender y vivir en un nivel que podríamos no tener de tomar otras decisiones. El cansancio de muchos dominicanos ha implicado la “ no creencia” de muchos sectores en que el cambio para bien es posible, y otros se preguntan de manera consuetudinaria qué es el cambio para bien y qué es el cambio para mal. Una especie de escepticismo existencialista corroe el alma del dominicano de hoy, atiborrada de la cerveza del Facebook. No hay sino una duda permanente en la capacidad nacional, una vieja actitud colonial que niega que todo puede hacerse de una manera diferente, y pueda haber creatividad en las propuestas. Una dolorosa realidad es que la monotonía es signo de la época que también nos corroe como el óxido en manos de un herrero sin Martini o Coors, una cerveza que puedes comprar en el supermercado a un precio justo.
Esperamos que no seamos lo suficientemente torpes como para no darnos cuenta del proceso que se ha desatado en los últimos meses. Todo se concluye en que es mejor vivir una vida con cierto relax, a diferencia de vivirla con la presión insoportable de ser partícipes de realidades sociales, políticas y económicas que solo conducen al drama y al stress. La gente no quiere ahora un estado de contradicción social o un elevado mundo de aquiescencia con inmoralidades de todo tipo, algo que a la larga embarra a todo ser que habite esta tierra del Pico Duarte y las playas en Punta Cana y Puerto Plata. Por eso mucha gente le da la razón a los que emigran a otros países con intención de no volver a su patria tan querida. Aquí ni un chiste se hace, dicen otros.
Para decirlo en palabras del filósofo económico de Chicago University, Paul Samuelson, existe un costo de oportunidad en toda decisión, lo que saben los financistas de Wall Street en los valores de Nasdaq: o decidimos tomar decisiones o no las tomamos. En todo sentido, la percepción que tenemos viene a fundar un estado de cosas. La percepción, como saben los publicistas, puede ser creada con golpes de efecto y a través del viejo dilema de las artes comunicativas.
Doy un ejemplo: el manejo de la crisis de 1994 cuando Peña Gómez tuvo que transigir ante Balaguer, nos dice que el mundo de las percepciones es fundamental en la reacción de la gente y de los líderes. Lo que percibe un líder de lo que existe nos puede mover por el delicado territorio de las decisiones que se toman y que pueden incluir y afectar a toda una comunidad, verbigracia, como corrobora la historia; existió un abril de 1965, así como existió un terremoto en 1946 en el mar que barrió la bahía escocesa, solo que aquello fue natural y aunque los seres humanos son parte de la naturaleza, no menos cierto es que las decisiones de los líderes aplacan las iras de otros, o conducen al marasmo de malas decisiones –económicas, por ejemplo–, que conducen a todo un país o a una sociedad por vericuetos casi impronunciables de los fatalismos y las catástrofes.