Muchos me reprochan mis relajadas exigencias estéticas en cuestión de mujeres. Unos dicen que me gustan las feas. Otros, que tengo el diente duro, en buen dominicano. En fin, otros, en un dominicano aun mejor, me acusan de comer lo que me echan. Todos tienen razón ¿Y qué? En estos días en que se me hace cada vez más evidente el que la aceptación absoluta de sí mismo es el único camino seguro hacia la felicidad, quiero compartir estas reflexiones. Reflexiones que no son ni excusas ni justificaciones, acaso una invitación a que mis lectores se despojen de prejuicios y de pruritos y sigan mi ejemplo. Confíen en mí: no se arrepentirán.
Una vez, un gran amigo, elitista donde los haya, me llamó hacia un rincón para hacerme la observación de que debía cuidar mi reputación. Se refería al hecho de que, entre las asistentes a aquella fiesta parisina a la que ambos habíamos caído de paracaídas, le había entrado a la más fea de todas. La recuerdo como ahora: flaca como un fleje, maquillada con unas ojeras tan permanentes como la ropa desteñida que llevaba encima (al parecer las únicas). “Era fea hasta la pared de enfrente”, hubiera dicho Pepe Grullón si la hubiera visto. Mi amigo, que estuvo en París de paso, dio prueba de ignorancia y de imaginación. Ignoraba la soledad que puede afligir a un extranjero que viva en París. Ignoraba, además, el proverbio acuñado por Alfredo Bryce Echenique, extranjero y solitario en París, como yo: “En tiempos de guerra, cualquier hoyo es trinchera”. Ignoraba, sobre todo – y aprovecho la ocasión para hacérselo saber –, que la fea en cuestión era toda una experta en arte contemporáneo, tema del que hablamos largamente luego de unas dilatadas sesiones eróticas en las que, gracias a su extrema flacura (y flexibilidad) nos entregamos a posiciones no recogidas aún en el Kama Sutra.
Recurrir a las feas no es solo prueba de supervivencia, sino de pragmatismo. Dionisio López Cabral, quizás el único poeta maldito – y en consecuencia verdadero – de Santiago, se apareció un día en Puerta del Sol acompañado de un cuero de Gurabito, quien no solo estaba desprovisto de encantos sino también de dientes. Oro Negro, la llamaban. Pobre como todo poeta de verdad, Dionisio hacía una colecta para pagarse un cuarto en el más sordido hotelucho de paso de Santiago. Al multar a una amiga – mujer quisquillosa donde las haya – debió percibir en su rostro la expresión de una absoluta repugnancia. Su respuesta figura entre las más sabias máximas de todos los tiempos, solo comparable, tal vez, a las de Sócrates o Nietszche: “Sí, yo sé que ella es fea, ¡pero fornica bonito!” (No me atrevo a repetir el verbo malsonante que utilizó. A él se le podía perdonar, pues era un poeta maldito).
Precisamente en casa de esa amiga trabajaba una cocola apodada Mena. Para los parámetros estéticos de una sociedad tan puñetera como la nuestra, en la que unos descendientes de esclavos solo encuentran hermosa a las negritas si sus rasgos tiran a los de las blanquitas, Mena era francamente fea: greña indomable, ñata de sillín de bicicleta, piel retinta, culo hipertrofiado y unos pies muy anchos llenos de cachaza eran sus atributos más visibles. Pero eso de que la belleza – o la fealdad – es relativa es una enorme verdad. Un amigo, y no uno cualquiera, pues su calidad de arquitecto garantizaba un dominio absoluto de la estética, me dijo un día: “Coño, Mena si está buena: me pone como un hierro”.
A este punto, aparentemente impúdico, quería llegar. Su trascendencia filosófica y religiosa es insospechada. Decía Kundera que el sexo es apasionante porque escapa al control de la voluntad humana. Que si el falo pudiese ser controlado y movido voluntariamente, como un brazo o una pierna – insensata fantasía femenina – el sexo carecería absolutamente de encanto y de interés. Habida cuenta de que el sexo es, aunque muchas veces lo olvidemos, el método que Dios escogió para hacer cumplir su orden de “creced y multiplicaos”, creo no equivocarme al afirmar que el falo es un representante divino mucho más legítimo que cualquier obispo, incluyendo al papa. No es una coincidencia que el Kanamara Matsuri japonés, el “festival del falo de acero” tenga una connotación religiosa, ni que Príapo, dios fálico – dotado, curiosamente, de un artefacto de dimensiones haitianas – era, entre los antiguos griegos, uno de los más populares. Concluyo: el mejor juez de la belleza no es el ojo, sino el falo, que, repito, obedece a la voluntad divina y no a la humana. En este sentido, quienes hacen caso omiso de los vanidosos cánones con los que los hombres juzgan a las mujeres (“no juzguéis si no queréis ser juzgados”) y dan rienda suelta a sus pulsiones aunque su objetivo sean las feas colaboramos más con el reino de los Cielos que las devotas que van todos los días a misa.
Dos “defectos” adicionales comparten el injusto desprecio que se le reserva a la fealdad: la vejez y la gordura.
Quienes las prefieren jóvenes desconocen los encantos de las viejas. Primero, la experiencia. Nada más que explicar. Segundo, la tranquilidad: como el riesgo de preñez se esfuma con la menopausia, las viejas son ideales pare el pecado en sosiego. Tercero, la suculencia: Es insensato comparar una fruta ‘arcojolada’ con otra rebosante de jugos deliciosos (¿No es acaso el Sauternes, hecho a partir de uvas casi podridas, el más sublime de los vinos?). Por otro lado, quienes se empecinan en oler jóvenes botones de flores desconocen el aroma delicado de esas mujeres a las que, por quedarles apenas un atisbo de juventud, son conocidas como flores de la tarde ¿Y si la mujer ha perdido toda su lozanía?¡Tanto mejor!¿No alcanzó Van Gogh la cima de su arte pintando floreros con flores marchitas?
En cuanto a las gordas, diré que en estos tiempos de modelos anoréxicas que no son sino pellejo y huesos (que se incrustan en las carnes del amante como las espuelas en los flancos del caballo), de esas beldades que se desayunan cada día con cafés amargos y cigarrillos, la presencia de las gordas es un recuerdo de días muchos más felices, más abundantes. Las curvas son la esencia misma de la belleza, pero no de cualquier belleza, sino de la belleza más clásica (¿Se imaginan que la Maja Desnuda fuera un fleje?¡Qué pavor!)
En conclusión, sigamos nuestros instintos sin complejos. Si el objeto de nuestra lujuria es una vieja gorda y fea, adelante ¡Es la voluntad de Dios!
(Lo escrito anteriormente no quiere decir, bajo ninguna circunstancia, que le haga ascos a las hembrotas, naturalmente).