Por años, el profesor Arturo Dávila realizó a pie el trayecto de su casa hasta la facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico. Lloviera o no, caminaba con un enorme paraguas que lo hacía inmediatamente reconocible en las aceras vacías de Hato Rey y Río Piedras.
No ha pasado por la universidad un maestro de mayor nobleza. Su formación académica era en Historia del Arte, en la que era un cabal erudito, pero la verdadera medida de su sabiduría se encontraba más allá de los libros, en la devoción por la amistad y la práctica cotidiana del desprendimiento, virtudes tan raras en los tiempos de la prisa.
Su mordacidad y gracia eran proverbiales. Alguna vez llamó con la mano a uno de esos perros de la calle que se paseaban por los edificios de la facultad y disertó sobre el arte renacentista acariciando al can. Concluida la clase, lo despidió con una célebre sentencia: "Ahora puedes irte, has sido rey por un día".
No le echaba azúcar al café porque decía que a sus años había tomado tanta que ya parecía "un terrón". Solía esperar en la oficina del departamento de Arte a que llegara su hora de enseñar; al colega insolente que había teñido su pelo de rubio despachó en cierta ocasión con una salida ingeniosa: "¡Caramba, pero qué policromado andas hoy!".
Conoció la vida de seminarista en su juventud. Aunque no alcanzó a jurar los votos sacerdotales, abrazó de esas promesas acaso la más notable, la de no ser dueño de nada. Arturo practicaba un altruismo tan inverosímil que solo halla equivalencia en las vidas de santos y en las fábulas. Lo material que obtenía con su trabajo lo repartía sin reservas ayudando a quien le hiciera falta.
Me dicen que momentos antes de expirar pidió a su cuidadora que lo llevara pronto a Madrid porque ya era de noche y el camino largo. Era el Madrid de sus años universitarios. A Arturo le fue concedida esa extraña suerte de regresar al lugar en donde se ha sido feliz.
Descansa en paz, viejo amigo; hacía mucho que te habías ganado un lugar en ese cielo de los cristianos que quisiste construir en la tierra con tu incesante generosidad.