A lo largo de la historia se ha considerado el trabajo como un mal necesario, una labor alienante o un castigo de Dios o del destino. Todavía hoy muchos hombres y mujeres malgastan sus energías en el lamento estéril, en la queja infinita por una labor que realizan con la desilusión de un galeote. Se dirían esclavos amarrados a las galeras de su profesión; encadenados a un horario que les parece inacabable, a un jefe tiránico, a un salario exiguo y una exigencia férrea. Son los mismos que llegan tarde al trabajo, que prolongan sus pausas del almuerzo y persiguen a los médicos para obtener de ellos la ansiada baja laboral. Son los mismos que trabajan desganados, con la mirada ausente y la mente evadida en el próximo fin de semana. Son los mismos que, cuando no tienen más remedio que realizar su labor, perpetran chapuza tras chapuza, exigiendo su trabajo continuas revisiones y reparaciones.
Frente a esta vivencia doliente e indolente del trabajo, se posicionaba Eugenio d’Ors en su conferencia “Aprendizaje y heroísmo”, que impartió en 1915 en la Residencia de Estudiantes de Madrid. El pensador español espoleaba al trabajo realizado con perfección, a la obra bien hecha, a la perfecta adecuación entre la obra producida y su destino: “Hay una manera [de trabajar] que revela que en la actividad se ha puesto amor, cuidado de perfección y armonía, y una pequeña chispa de fuego personal: eso que los artistas llaman estilo propio, y que no hay obra ni obrilla humana en que no pueda florecer”. Y es que cualquier trabajo, sea manual o intelectual, sea mejor o peor remunerado, puede convertirse en una obra de arte. Todo depende de la preparación y el esfuerzo de su hacedor: “Cuando el espíritu en ella reside –apunta d’Ors–, no hay faena que no se vuelva noble y santa. […] Cualquier oficio se vuelve Filosofía, se vuelve Arte, Poesía, Invención, cuando el trabajador da a él su vida, cuando no permite que ésta se parta en dos mitades: la una, para el ideal; la otra, para el menester cotidiano”.
Un taxista, si acierta en el recorrido, frena con suavidad y gira con pericia, está realizando una obra de arte. Un profesor, un médico, un mecánico, un director de empresa o un albañil, podrán estar orgullosos de su trabajo en la medida en que lo realicen con la máxima competencia profesional, con la máxima autoexigencia, con la máxima dedicación de que sean capaces. ¡Y qué gozo embarga a uno cuando se encuentra a un dentista, un fontanero o un ministro competente! Pues, al cabo, no sólo importa la intención, sino también el resultado. ¿Quién felicitaría a un médico que, tratándole de sanar, le infligiera un daño todavía mayor? De ahí que, un buen trabajador, se exija la mejor preparación intelectual y laboral posible, actualizando de continuo su formación inicial.
El trabajo es una vocación: una llamada al ser humano para que, con su labor manual o intelectual, transforme el mundo. Una tarea que tenemos encomendada, un proyecto vital ilusionante, preñado de gozos, obstáculos, expectativas y esperanzas. Una oportunidad de dignificarse, de santificarse, de convertirse en una persona más capaz, más buena, más noble. Y es que el trabajo no sólo transmuta el mundo en derredor, sino que transfigura también –para bien o para mal– al propio agente transformador. Quien trabaja hace, pero también se hace. Y, de los frutos de su labor, se benefician las familias, las instituciones y todos los miembros de la sociedad. Así, el trabajo, mucho más que un medio de subsistencia, es un don: una oportunidad de servir, de amar, de dedicar las mejores energías a la realización personal, a la transformación del mundo y el progreso de la sociedad.