Pocos motivos iconográficos han entretejido el arte occidental como las tres Gracias. Encontramos ya a estas hijas de Zeus, a estas divinidades joviales de la belleza, en relieves griegos anteriores a Cristo, en frescos romanos de Pompeya, o en pintores como Botticelli, Rafael, Rubens, David o Picasso. Se las representa de pie, desnudas y risueñas, con las manos entrelazadas, formando coro y, a menudo, compartiendo objetos. Más allá de servir a los pintores de ocasión para representar el hechizo del cuerpo femenino, las Gracias han simbolizado, ya desde la antigüedad, el arte clásico de los beneficios: los dones, los favores y regalos. En un cuadro de Rafael, por ejemplo, las doncellas sostienen y se intercambian esferas. Unos regalos tan perfectos –en su forma esférica– como la bondad y el placer que conlleva el acto de regalar, con su dinámica ternaria (como tres son las Gracias): dar el regalo, recibirlo y devolver a su vez el favor, con nuevos regalos.

Toda la filosofía griega y latina, desde Aristóteles y Epicuro hasta Cicerón y Séneca, ha meditado en torno a la donación y el agradecimiento. Seguiré aquí el tratado Sobre los beneficios, de Séneca, glosado con maestría por el filósofo Josep Olives. Séneca habla de una “ciudad cautiva”: presa del egoísmo, la envidia, la avidez de poder y de dinero. Una ciudad que es reflejo del alma del hombre mismo, y de cuya telaraña egoísta sólo se puede uno liberar a través del arte de los beneficios. Séneca lo define como “la acción benevolente que da gozo y lo capta al darlo, realizada con espontaneidad natural”. Frente a la lógica utilitaria del cálculo, frente al círculo vicioso de la avaricia, debería imponerse el círculo virtuoso de la gratuidad y la dádiva: la circulación libre e ininterrumpida de los regalos. Algo que no está reservado a los ricos, puesto que el beneficio “no consiste en aquello que se hace o se da, sino en la disposición del espíritu, en el ánimo de quien hace o da”. Por ello, “se agradece mucho más lo que viene de una mano generosa que lo que viene de una mano llena”.

¿Cuál es el regalo perfecto? Aquél que es original, personalizado (“beneficio de todos, beneficio de nadie”), y que se entrega con prontitud, benevolencia y alegría. Un regalo que se complace en el acto de dar, y en los vínculos amistosos que crea la donación, sin esperar a cambio ningún provecho. Estamos, por tanto, en las antípodas del regalo utilitarista, lindante a veces con el soborno o cohecho, que emponzoña las relaciones humanas. En cuanto al receptor del regalo, debería agradecerlo con el mismo espíritu con que se entregó: con prontitud y generosidad, haciéndolo público y expresando el agradecimiento con acciones y palabras. Esa voluntad agradecida es el primer paso para la devolución del beneficio (cuyo núcleo, recordemos, es la intención o la voluntad con que se hace). Aunque, como es lógico, el agradecimiento impulsará, a su vez, la devolución también física del favor, en su gesto o huella material.

Para el filósofo estoico, “conviene que el benefactor, después de su acto, olvide lo que ha dado, mientras que el beneficiado nunca debe olvidar lo recibido”. Al cabo, esa regulación del olvido y la memoria es también la seña del amor: la capacidad de perdonar las ofensas (olvidándolas, en lo posible) y de recordar, en cambio, todos los favores y beneficios recibidos. Se trata, por tanto, de combatir “el peor de los males sociales” –“la ingratitud”– con la alegría compartida, afirmativa y comunitaria del regalo, que beneficia tanto a quien lo recibe como a quien lo da.