Entre todas las parábolas evangélicas ninguna acaricia tanto lo sublime como la del hijo pródigo (Lc 15). En este relato, un hijo pide a su padre su parte de la herencia, considerándolo, de este modo, como un difunto. Cuando el padre se la entrega, el hijo se marcha al extranjero y dilapida el dinero en lupanares y casas de juego. Tiempo después, pobre y desesperado, decide regresar a la casa paterna en busca de trabajo. Pero, “cuando aún estaba lejos, le vio su padre y se compadeció. Y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo’. Pero el padre le dijo a sus siervos: ‘Pronto, sacad el mejor traje y vestidle; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado’”.

Muchos creadores han pulsado las cuerdas espirituales de este relato evangélico. Maestros como Rembrandt y Murillo lo han iluminado con sus pinceladas; y sin este relato, y sin otros pasajes similares del Evangelio, no se entienden los versos arrodillados y hermosísimos de Lope de Vega, ni composiciones musicales como el aria de J. S. Bach “Ten piedad de mí”, de su Pasión según san Mateo, que reverbera para siempre en el pensamiento y los sentidos de quien la escucha. La doctrina de Jesús invirtió el ansia de venganza y, sin obviar la necesaria justicia, la transformó en un frasco de perdón. Y es que la venganza, omnipresente en la antigüedad, impregna incluso muchas páginas del Antiguo Testamento. Hasta en un Salmo tan sereno como el 23 (“El Señor es mi pastor, nada me falta”) el salmista se solaza en la envidia que provoca en sus adversarios: “Me preparas un banquete | enfrente de mis enemigos”.

En este contexto, es revolucionario que Jesús, en su agonía, pida a Dios el perdón hacia sus torturadores y asesinos. Lo cual no significa, de ninguna manera, la negación del mal ni del daño causado. Porque este existe, y puede ser lacerante hasta el extremo. De hecho, el ser humano es una máquina de infligir daño. Y no sólo con crímenes atroces, sino también por medio de acciones no delictivas, pero que causan a su alrededor devastación moral, sentimental, familiar, económica o profesional. ¡Cuántas familias quedan destruidas por la rapacidad en el reparto de la herencia! ¡Cuántos matrimonios se separan con odio e inoculan ese resentimiento en sus hijos! ¡Cuántos profesionales dilapidan sus talentos, afanándose no en la búsqueda de la excelencia, sino en molestar, zancadillear y hacer caer, si es posible, a sus compañeros!

Perdonar no es negar el daño causado, ni el dolor, ni la pena. Tampoco exime al ofensor de su responsabilidad ni anula la justicia. Perdonar es renunciar al odio, al resentimiento y la venganza. Es frenar el torbellino de maldad y generar, en su lugar, una corriente de benevolencia. Amar a los enemigos no es considerarlos buenos, sino desearles el bien. Y el perdón no sólo descontamina el ambiente de la polución del rencor, el encono y la hostilidad. También higieniza y libera la mente de quien perdona. La Clínica Mayo afirmaba en 2011 que el perdón reduce la ansiedad, aumenta el nivel de optimismo y beneficia tanto al sistema inmune como al cardiovascular. El perdón es un regalo que se ofrece –no por sentimiento, sino por voluntad–, y que beneficia tanto al que lo recibe como al que lo da. Perdonar (y su contraparte, que es pedir perdón) es sacudirse los miedos, liberarse de ataduras y rémoras emocionales. El perdón es el amor en libertad; el amor jovial, pletórico, asertivo y triunfador.