Un buen ensayo es garantía de óptima salud intelectual. Un buen ensayo elogia a quien lo escribe. Denota un pensamiento meticuloso y lógico. Testimonia un alto grado de exigencia propia. Es muestra de paciencia y lucidez. Para escribir un buen ensayo – en realidad, un buen escrito, no importa de qué género se trate – hay que seguir ciertas pautas que han trazado los maestros. De entre éstas, las siguientes me parecen las más importantes.

Preparación: Antes de escribir la primera letra, el escritor debe documentarse abundantemente sobre el tema de que tratará. No escribirá de temas que no domine o que no lo apasionen. Así evitará cometer yerros bochornosos o confundir al lector innecesariamente.

Brevedad: “Usa el tiempo de un extraño de tal manera que no sienta que lo ha malgastado”. “Recuerda que dos de los más grandes escritores, Shakespeare y Joyce, trataron temas profundos escribiendo oraciones casi infantiles”. Eso dijo Kurt Vonnegut. No podríamos decirlo mejor. Un buen escritor evita el abuso de epítetos (“El adjetivo cuando no da vida, mata”, dijo Huidobro) y se abstiene de usar redundancias y frases manidas. Las primeras denotan prisa o descuido; las segundas, pereza intelectual.

Humildad: A través de su escrito, un escritor respetuoso trata a sus lectores como semejantes. Evita asumir que estos desconocen a Shakespeare o a Erasmo. Evita el sacrilegio de compararse a profetas y dioses. Respeta además el idioma. No se arroga el derecho de usar palabras inexistentes.

Rigor: La buena prosa tiene una estructura lógica, una secuencia coherente. La escritura es un espejo de la mente: Un pensador caótico no puede engendrar un escrito ordenado, ni tampoco lo contrario. Un maestro construye párrafos sólidos con los que a su vez elabora un escrito estable. Si sus párrafos carecen de coherencia, de homogeneidad, no se trata de un maestro. Los falsos maestros escriben párrafos-oraciones. Más que un edificio sólido, sus “ensayos” parecen un reguero de ladrillos dispersos tras un temblor de tierra.

Prudencia: La conclusión de un buen escrito debe sustentarse en argumentos sólidos, en ejemplos numerosos, convincentes: Un buen escritor nunca echa el “plato” sin verificar antes que las zapatas y las paredes son firmes. Eso es lo que hace alguno que se arroga la condición de profesor, de maestro, sin embargo. Luego de enormes digresiones, saca conclusiones anacrónicas, retorcidas e interesadas, en su propio provecho, claro. Recuerda el chiste del estudiante aquel que empieza la descripción del elefante por su cola, sobre la que se explaya, porque lo único que estudió fue la lombriz de tierra.

Paciencia: La buena prosa, como el buen vino, necesita tiempo para su perfección. Debe dejarse reposar, leerse de cuando en cuando, corregirse y dejarse reposar de nuevo. Debe publicarse solo cuando se esté seguro de su perfección. Muchos escritos nunca alcanzarán esta etapa. Ya lo dijo Borges: “Escribe mucho. Rompe mucho. Publica poco”. Incomprensiblemente, hay falsos maestros que no siguen ninguna de estas prácticas esenciales.

La prosa del “maestro” en que pienso es francamente mala. Pésima, incluso, si se considedra que el mismo se cree la más alta cumbre de la intelectualidad criolla de todos los tiempos. Naturalmente, publica sus piezas, dignas de un estudiante mal aplicado (como el de la lombriz) a propósito: Su intención es que sirva de mal ejemplo. Su natural modestia le impide publicar las joyas de las que es capaz. En el manejo del castellano, es un maestro.

“El mejor elogio que puede hacer un alumno a su maestro es superarlo”, le dijo una vez Jung a Freud. Aceptemos pues sus lecciones. Enmarquemos sus escritos y esforcémonos en superarlo cada día.

(No será nada difícil).