¡En su casa, donde la adorábamos con la más vieja,

noble y merecida ternura; donde cuanto la rodeaba

 era suyo, afectuosamente suyo! (Amado Nervo)

En una sociedad forjada en el egocentrismo y que recela de todo acto exento de segundas intenciones siento  la necesidad de reivindicar, una y mil veces que fuera preciso, el valor de la ternura. Si algo da sentido a nuestras vidas es la posibilidad de sentirla en propia piel, de ofrecerla sin recato y a manos llenas, pues la vida sin ella es tan solo páramo, tierra estéril e infecunda. Siempre creí, equivocada o no, que si existe algún elemento capaz de dar un significado real a la existencia y a todo cuanto hacemos, es nuestra capacidad de ofrecer de nosotros mismos lo mejor que poseemos y sin embargo el ser humano tiende a sentir temor a exponerse, sobre todo si de sentimientos se trata.

La ternura no exige contrapartidas y sin embargo, humana al fin, las acepta con gusto. Es ese tipo de bondad, de entrega y atención consciente que se pone en el cuidado del otro. Ese gesto que prodigan con frecuencia los animales, incapaces de contener sus muestras de amor hacia aquellos que consideran como suyos. El animal no rehúye jamás exponer sus emociones, no se acobarda a la hora de mostrarse afecto en el cuidado y protección a su manada. El animal no teme malograr su propia imagen ni el estatus alcanzado en su grupo de referencia por evidenciar su lado tierno. El animal va aún más lejos y se muestra doblemente generoso no solo al entregarse sino al aceptar con naturalidad que se le devuelvan esmeros con idéntica dulzura.

El ser humano, por el contrario, se manifiesta a menudo incómodo y receloso de naufragar entre las aguas del afecto. En su interior tiende a considerar que cualquier evidencia de ternura le resta fuerza mostrándole débil ante los demás, y desde luego cursi, inapropiado o vulnerable. De igual modo tiende a sentirse frágil, ridículo incluso cuando es objeto de aprecio o elogio público. Somos seres extraños, educados más en la negación del gesto amable que en la aceptación de la rudeza de aquellos que nos juzgan.

Nos cuesta demasiado tiempo comprender que expresar gratitud ante quien desea hacernos ligera y más hermosa la existencia implica el valor necesario para confesarnos seres sensibles y a veces indefensos frente a la hostilidad que nos rodea. Ser tierno es todo lo contrario a esconderse tras un muro que impone distancia aislándonos  del mundo. Es dinamitar de forma decidida todo límite impuesto por una sociedad que tiende a encerrar al individuo en sí mismo y que practica un yoísmo feroz frente al resto de los hombres.

La ternura nos permite sabernos poseedores de la audacia y el coraje necesario para expresarnos y hacer aquello que deseamos hacer, sin imponernos límites que censuren cualquier manifestación que permita liberar las emociones. Decía Oscar Wilde que en el arte como en el amor es la ternura lo que nos concede la fuerza. Gandhi insistía en idéntica idea al considerar que una persona pusilánime y temerosa no puede mostrar amor. Y es así de simple: Solo desde la más profunda cobardía el individuo mutila las palabras bellas y los gestos que proporcionan abrigo. Solo desde el miedo el ser humano queda varado e incapaz de reaccionar  ante las muestras de amor.

La ternura es sobre todo ese gesto amable que se implica y apuesta por el afecto, por la complicidad y el bienestar de quien tenemos al lado. Es estar en cualquier situación posible al lado de los nuestros. Es ese ademán que rehúye el aspaviento y que cobija al cachorro que amamanta la leona, a los polluelos que alimentan infatigables las cigüeñas, al bebé que duerme plácido y confiado en brazos de su madre.  La ternura es voluntad que desafía toda rutina empeñada en establecer fuertes los vínculos que generan relación. Cualquier intento de crear pareja entre dos personas que carecen de ella deriva en algo distinto al amor, pues no es tibio este ni carente de ternura, no es trivial ni pasajero artificio vacío de expresiones cálidas que lo nutran y lo llenen de sentido. El amor muere por falta de estímulos que lo impulsen adelante, de desidia y falta de aliento cuando no se dan las condiciones precisas que lo amparen.  Y es que la ternura es emoción, disposición sin medida,  motor que nos hace cómplices de aquellos a quienes amamos, que se enciende e impregna todos los aspectos de la vida.

No podemos adjudicar tal cualidad a personas que parcelan su campo de acción, reduciéndolo a unos cuantos gestos que se repiten de modo automático siempre anticipados por el otro. No podemos someter a simple rutina los afectos, ni asumir la opción de reducir el sexo a juego gimnástico en busca, tan solo, del propio orgasmo. No es posible establecer lazos duraderos y fomentar un clima de confianza con nuestros hijos sin tejer una red de momentos compartidos y llenos de significado. Y somos a veces tan pretenciosos que lo creemos posible. Creemos suficiente seguir avanzando conteniendo el gesto, reservando abrazos para el momento que elijamos oportuno; silenciando  nuestra voz, evitando palabras y frases amables, esquivando con la mirada distante esa la palmada que precisa urgencia. Como diría Rafael Barret “La vida es ternura. Por eso no la comprendemos ni la comprenderemos jamás. La piedra no comprende a la brisa, medimos las órbitas de los astros, y nos quedamos atónitos ante una flor”. Y sin esa comprensión, sin ese capturar con entusiasmo el momento sutil, sin el entregarnos al placer del quien nada espera al tratar de hacer mejor la vida de los otros, perdemos gran parte de la esencia de quienes somos, o más bien de quienes podemos ser.

“Porque amar es sobre todas las cosas un danzar, en las escuelas antes que las matemáticas y la geometría, se debería enseñar a bailar, a tocarse los cuerpos con ternura” escribió David Pérez Núñez en su libro Caleidoscopio y no puedo salvo mostrar mi profundo acuerdo con esta reflexión. Deberían enseñarnos desde la cuna a retar el miedo, a expresar con desvergüenza los afectos, a mostrarnos amables y a escuchar a quien tiene algo que decir a nuestro lado. Deberían indicarnos el camino que conduce a la empatía, el ángulo perfecto que amplía sonrisas y entreteje confianzas. Deberían explicarnos con papel y lápiz a sellar acuerdos y a tender las manos a aquel que las necesita. Y si no es mucho pedir alguien debería mostrarnos el poder de las palabras más notables, prepararnos para elegir el adjetivo y el momento perfecto, el concepto importante, a conjugar con elegancia los verbos más complejos, a articular ese tipo de acciones que nos logran mejores. Tal vez de este modo concediéramos de nuevo el espacio que merece la ternura.

“El síntoma más poderoso de amor es una ternura casi insuperable”

Victor Hugo