Como la flor de loto en Asia, la rosa ha sido en Occidente la flor con mayor poder simbólico. Ya Homero canta la perfección de su figura, comparándola a la Alba de la Mañana. Otro poeta griego, Teócrito, cuenta que los enamorados se pasaban sobre los dedos hojas de rosa como señal de fidelidad. También aparece la rosa en la Biblia, donde la Sabiduría se refiere a sí misma con las siguientes palabras: “Crecí como jardín de rosas en Jericó” (Ecl 24:14). La patrística cristiana ha interpretado el pasaje como imagen de María, a la que se elogia por su pureza como “Rosa Mística”. De ahí el motivo iconográfico de la Madonna con rosas en la mano, paganizado por Botticelli en la figura central de su “Primavera”, que está rodeada de rosas.

La rosa se consideró también como símbolo de las cinco llagas de Cristo (las rosas antiguas, antes de su cruce con las variedades chinas, tenían cinco pétalos). Y, por su forma de receptáculo, se equiparó la rosa al cáliz que habría recogido la sangre de Cristo. Igualmente, el rojo sangrante de la rosa y sus punzantes espinas la han convertido en símbolo del tormento de los mártires. Y, en sus variedades blancas, la rosa ha servido como atributo iconográfico de las vírgenes y santas cristianas. Para San Buenaventura la rosa, por ser la reina de las flores, es figura de la caridad: la reina de las virtudes. De ahí que Dante represente en su Commedia el último círculo del Paraíso como una inmensa y “cándida rosa” donde gozan amorosamente los bienaventurados.

Más allá de la tradición cristiana, la rosa ha sido considerada, por las hojas intrincadas de su flor, símbolo del sigilo y del secreto. Nada hay más elocuente que una rosa y, al mismo tiempo, nada más callado que ella. Por eso, en la Sala de Sesiones de las alcaldías alemanas medievales, encontramos una rosa dibujada tras los asientos. Ese carácter recóndito de la rosa es patente en la Rosacruz, sociedad secreta del Renacimiento de la que se reclaman herederas muchas sociedades esotéricas modernas. Podemos observar su pervivencia como motivo gnóstico y teosófico en un fragmento de La lámpara mágica: Ejercicios espirituales (1916), de Ramón del Valle-Inclán: “Amar es comprender, y el éxtasis es la rosa mística del conocimiento; por sus caminos tornamos a ver el mundo bajo el rocío sagrado de la primera aurora, y aun cuando sea gracia concedida a pocos, no por ello habrán de negarse sus dones”.

Mi única rosa, la amada rosa en flor de mi jardín, es muy blanca: casta, brillante, mañanera, lunar. Es espiritual, renacida, aureolada, bautismal. Pero, junto al fulgor de su blancura, participa también del color rojo: toda llamarada, deseo y calor. El color rubí y grana del amor, del cariño, de la caridad insomne y bella. El vitalismo que desafía los retos y se arrima a la forja para trabajar el enjoyado de sus virtudes. Por su color rosado, pues, por su mezcolanza de alba y carmesí, mi Rosita aúna en su personalidad espíritu y vida, pureza y pasión. ¡Hay tantas rosas, tantos símbolos, tantas metáforas! Pero ella es la de fino talle, la grácil, la bellísima, la única, la ardiente y dulce amada.