La estupidez se ha entronizado en las más altas cumbres del poder en la República Dominicana, hasta el punto de que, en términos epistemológicos, podría articularse un conjunto teórico sobre la estupidez como concepto y como método.

No es exagerada la tarea. En efecto, si se observa el comportamiento de la clase política nacional día por día, se llegará a la conclusión de que la estupidez constituye un marco conceptual y metodológico para el ordenamiento del comportamiento de los actores políticos tradicionales.

Contra este enfoque pesimista, pero no fatalista, de la realidad dominicana, se podrá argumentar que cada acción de un grupo político se corresponde con un determinado interés, y que por lo tanto, se trata de una conducta racional en la que no cabe la estupidez como referencia. Pero la estupidez a la que nos referimos en este artículo, implica toda acción política cuya cuyas motivaciones y consecuencias no se correspondan con un resultado medible, que contribuya al desarrollo social y humano de la mayoría de la población. Desde esta perspectiva, los políticos que han ejercido el poder en los últimos cien años han actuado como estúpidos sociales.

La estupidez consiste no solo en actuar creando consecuencias negativas para el propio actor, sino también, en generar resultados que afectan la buena convivencia social. Es hacer daño a la mayoría para beneficio de un grupo pequeño de individuos. Es, por ejemplo, hacer soportar largos e interminables apagones a la población, a cambio de que un grupo de desalmados se forre de dinero mal habido. En fin, obtener una ventaja personal o grupal afectando el bienestar de la sociedad es una estupidez.

Prácticamente todas las área de acción estatal está salpicada por la maldición de la estupidez. Así, por más ventajas que obtenga el gobierno con los elevados precios de los combustibles, a pesar de la baja del petróleo en los mercados internacionales, su conducta es de una estupidez formidable, la cual se incrementa cuando los incumbentes tratan de convencer (vencer es lo apropiado) de que ellos están en lo cierto.

La estupidez no está relacionada con la inteligencia de un actor, ni mucho menos con su grandilocuencia discursiva, o con su silencio ensordecedor (como es el caso del actual presidente), sino con resultados concretos, tangibles e intangibles, de gran malestar para la sociedad.

Además, ¿de cual inteligencia estamos hablando cuando decimos que, “fulano es inteligente porque llegó en chancletas y salió en jeepeta”?

Si utilizamos parámetros gerenciales modernos para observar la sociedad que tenemos, debemos llegar a la conclusión de que quienes han ocupados y ocupan puestos de liderazgo en el escenario político nacional, son socialmente estúpidos.

Esa estupidez está presente en la conformación de las altas cortes que rigen la justicia en el país.

Está presente en los estamentos represivos de la sociedad como por ejemplo, la policía nacional.

Está presente en la política hacia Haití, en los contratos que hace el Estado, en las negociaciones internacionales, en el tema de la minería, en la educación, en la agricultura, en el control de los precios de los alimentos, en el transporte, y para demostrar que nuestra clase política tiene un sobresaliente en estupidez, véase el servicio de la salud.

Si ser corrupto es algo que cuesta “un ojo” a la ciudadanía, ser estúpido cuesta el “otro ojo”.

¿Solo la clase política es estúpida? ¿Qué decir de los ciudadanos y ciudadanas que votan por corruptos empedernidos? Sin librarnos de responsabilidad, nuestro voto no es resultado de una reflexión éticamente comprometida con las mejores causas de la nación dominicana, sino de décadas de miseria política, de cansancio social, de apatía, de la acción clientelar de los que tienen el control del país, de una concepción patrimonialista del Estado.

En conclusión, la clase política nacional no solo es híper corrupta y perversa en su proceder, también es portadora de una estupidez de la cual se siente orgullosa.