Acaso ninguna de las páginas de Montaigne sea tan bella como la que dedica a su amigo Étienne de la Boétie. “Nuestros espíritus –confiesa– se compenetraron uno en otro; nada nos reservamos que nos fuera peculiar, ni que fuese suyo o mío”. Ese lazo de voluntades, esa vibración al unísono de las almas, se vieron truncadas por el fallecimiento repentino del joven Étienne, a causa de la peste. Pero pervivirían en Montaigne, más allá de la muerte de su amigo: “Si comparo todo el resto de mi vida […] con los cuatro años que me fue concedido gozar de la dulce compañía y del trato de este personaje, no es más que humo, no es sino una noche oscura y enojosa. […] No hay acción ni imaginación en que no le eche en falta, como también él me habría echado en falta a mí. En efecto, de la misma manera que me superaba infinitamente en toda otra capacidad y virtud, lo hacía también en el deber de la amistad”.
Las palabras del escritor francés entroncan con el pensamiento de Aristóteles, quien definía la amistad como “una virtud o algo acompañado de virtud”, y como “lo más necesario para la vida. Sin amigos nadie querría vivir, aunque tuviera todos los otro bienes”. Para los dos autores, sin amistad la vida se vuelve desvaída y mortecina. Y, también para ambos, la amistad no es sólo una realidad que acontece, sino que es ante todo una virtud, una tarea y una responsabilidad. La responsabilidad de amarse y respetarse primero a uno mismo; de hallar la partitura de la sabiduría e interpretarla con el violín de nuestras virtudes, de nuestros dones y talentos. Y de acompasar esa melodía personal con otros instrumentos afines –con otras personas–, logrando así la armonía coral de voluntades.
¿Qué diferencia entonces al amor de amistad del amor erótico o de pareja? C. S. Lewis responde con perspicacia: “Los amantes están siempre hablando entre ellos de su amor; los amigos, casi nunca sobre su amistad. Los amantes están normalmente cara a cara, absorbidos uno en el otro; los amigos, uno al lado del otro, absorbidos en su interés común”. Los amigos miran en la misma dirección: en la de aquél interés, tarea, afición, actividad o enfoque que comparten. Amigo es aquél que, a diferencia de tantos otros, se asemeja a nosotros en algún quehacer, en alguna manera de sentir o contemplar el mundo. Por eso es necesario, ante todo, acrecentar nuestra espesura interior; vigorizar nuestras virtudes y ensanchar nuestro mundo; porque –como apunta el escritor inglés– “quienes no tienen nada, no pueden compartir nada; quienes no van a ninguna parte no pueden tener compañeros de viaje”.
Nunca como hoy, a través de las redes sociales, las personas se han visto envueltas de tantos “amigos”; y nunca como hoy, al mismo tiempo, ha estado el concepto de amistad tan devaluado. Se confunde el amigo con el contacto profesional (networking), con el conocido, o incluso con el desconocido que pasaba por allí. Se privilegia el número, la cantidad, por encima de la calidad. Y el hipercontacto permanente convive a veces con la carencia de relaciones personales auténticas; de amistades hondas, sentidas y sinceras. De tanto navegar, algunos zozobran, y acaban como náufragos a la deriva, asidos a una tabla desierta de vínculos humanos enriquecedores y perdurables.
Es hora de recuperar el valor infinito de la amistad. Una amistad que no se conciba en sentido utilitario (qué me reporta esa persona), pues estaría destinada al equívoco y el fracaso. Es hora de reivindicar una amistad plena, “que se desea por ella misma”; la de quien “quiere que otra persona exista y viva por amor del amigo mismo” (Aristóteles). Una amistad que rechace la carcoma de la crítica, la suspicacia, la adulación o la envidia. Una amistad que crezca con el trato y se avalore con el tiempo. Una amistad fundada en la lealtad y la sinceridad recíprocas; en la comunicación, en la búsqueda común y venturosa de la verdad. Una amistad que disminuya las penas y redoble las alegrías de los amigos. Una amistad benevolente, pronta a regalar dones y favores. Una amistad, en fin, que acompañe nuestro viaje existencial de verdad, de sabiduría y de gozo.