El año pasado, una linda chica canadiense vino al país a vacacionar en una playa dominicana. Lo mismo le pasó a una hermosa italiana que visitó el Este.
Esta linda muchacha, –la italiana–, daba su versión sobre los lugares visitados a otros amigos. Alguien le había hablado de otras playas donde todo había comenzado. De acuerdo a un turista amigo, esas playas estaban más al Norte, en un lugar conocido como Puerto Plata. Como le dijo a su amigo: en este viaje no tendrían la oportunidad de visitarlas. Quizás en otro.
Tal y como le dijo a su papá: se sentía más cómoda en el país que en otros lugares. Con la experiencia de una década, tenía sus versiones: conocía otros lugares del mundo. En toda la zona, podía entender los diferentes atractivos que el guía turístico les vendía. Tenía un ojo de águila para spots a ser visitados en todo el mundo. Había ido a Rio de Janeiro, a Bali y a Japón, entre otros lugares (México, Panamá y California).
En este momento, tenía que celebrar la llegada a la isla que Colón más amó, Colón, el descubridor de América. Como le dijo a su amigo: no solo se trataba de Colón, sino de un gran contingente de hombres. En un día memorable, llegaron a bordo de tres barcos. Vinieron y conquistaron la isla, le dijo a su amigo. También comenzaron a hablar sobre aspectos históricos del Medioevo. En un libro de su casa, tenía muchas pruebas.
Algunos estudiosos, de entrada, –ella no lo sabía–, catalogaron a estos viajeros del primer viaje como un montón de delincuentes. Toda esta gente, de todas las calañas, sí estaban disponibles para conquistar América. De haber sabido en el lío soberano en que se metían, otros no hubieran dicho que no: oro, muchachas indias, y fortuna. Conquistar un continente es siempre un placer, como hubiera dicho Sir Walter Raleigh. Los conquistadores siempre han tenido una sed por la tierra, pensó la italiana. Lo que sí sabía –pensaba en las consecuencias del viaje–, era que la vida de esos viajeros había cambiado del cielo a la tierra.
Aunque venía de otra ciudad –la distinguida Roma–, pensaba que en Génova había nacido el descubridor. De Génova tenía memorias a la mano: ahora recordaba el teatro Carlo Felice –de 1828–, donde leyó que se presentaba Mascagni, Stravinski, y la Santa Magharite Ligure. El día anterior, cerca de la piscina, con el libro en la mano, pensaba que escuchaba la música de cámara de la lejana Abadía de Cervara.
Ahora que lo pensaba, tenía claro que el explorador había entrado por la Isabela. El almirante había fundado esta pequeña población al norte de la isla. Demasiado confiado y optimista, había dejado allí a unos hombres que, según algunos, se habían corrompido. Estos invasores habían tenido un grave problema con los nativos. No era sencillo conquistar un continente. Pensó en Hernán Cortes, y en Francisco Pizarro, que tendrían sus misiones en Tierra Firme.
Lo que sí sabía era que en 1492 no habían estos hoteles tan cómodos: se trataba de las hamacas en “las que quemamos el andullo”, pero ella no conocía la frase. El confort del hotel es el atractivo. Caminar la playa, y sentir la arena entre tus pies, es lo máximo. Duraría tres semanas en el país. Luego, regresaría a Italia.
Como decía su investigación, sabía que la ciudad de Santo Domingo había tenido a un gran edificador llamado Nicolás de Ovando. Este había venido a las Indias nada más y nada menos que con 32 embarcaciones, vaya flota. Como dicen los cronistas, en una nave venía Pizarro y en otra venía el protector de los Indios, Bartolomé de Las Casas. Pero la zona de la Isabela quería conocerla, y por eso le dice a su amigo, que lo mejor era hacer un viaje allí. El práctico turista le contesta que ese viaje cuesta dinero, tiempo y esfuerzo. Y no tenían el tiempo. Quizás podrían hacer el viaje “el año que viene”. Quizás tendría las maletas preparadas.
Aunque el tiempo que habían pasado aquí era poco, ya estaban “aplatanados” en el hotel. De ley, la noche anterior había sido una fiesta en los salones de la discoteca. Habían puesto algo de Adryiano, la música más excelsa para esta circunstancia, Tasmic, de Abyssum Tenebris del 2007 en Vynil, de CESTRAW. No tenía cómo describir la música de Adryiano, pero era una gran inversión. Pensaba en las damas de la calle Las Damas, al ritmo del beat tocado en la discoteca. “Grandes damas en esa calle”, pensó. “Visitar este país es una cosa maravillosa”, dijo. Y sus dos amigos comenzaron a reírse. Y era como una broma.
Como a los otros, le gustaba esta música y le gustaba este país. Tenía claro que el merengue era otra cosa. Nada que ver con Adryiano, una música que se basa en el beat, y que viene sin letra. La parte que quería conocer de la calle Las Damas en Santo Domingo era esa que salía en la foto. Clásica y de gente buena, Santo Domingo había sido la ciudad primada de América. Valdría la pena darse una vuelta por allí. Conocía de un rumor: otros visitantes habían ido a ver la estatua de Colón, esa que tiene el dedo levantado. La foto se usa para vender los viajes como una foto de atracción a los ojos del turista. Sin embargo, esto sería en otros viajes. Quería venir al país el año próximo y estar más de un mes aquí. Eso era una prueba para ella.
Diez minutos después, era de día y tenía que ponerse las gafas. Tenía que salir a la playa a ver qué pasaba (era una chica de aventuras): sería un día soleado y comenzaría a leer un libro de vampiros, su tema favorito. La intensidad del sol –ese espía ardoroso, pensó–, la enamoraba de una manera que quizá conocieron los españoles. En las crónicas de Bartolomé de las Casas, de Fernández de Oviedo, y de otros cronistas, quizás no se habla de la intensidad del sol –o si lo hace Las Casas, no lo sabía–, una intensidad que es ahora comercializada –de manera sabia– por los dominicanos. Es un producto que incluye el azul del cielo, la arena blanca de las playas, la comodidad de los alojamientos y la bondad de la gente.