La presente disputa electoral pone en relieve que la corrupción, que tanto criticamos, se ha tornado necesaria para la sobrevivencia de millones de dominicanos. Lo es desde siempre para el sistema de partidos políticos cuya reproducción es inconcebible sin ella. En este contexto, mientras más se acreciente el botín del prepuesto nacional y más sofisticadas sean sus normas de repartición, más intensos y sabios serán los mecanismos de su apropiación por medios lícitos, como bien pudiera ilustrarse con las licitaciones públicas.
La corrupción y sus ingeniosos medios no es estática. Es asombrosamente dinámica, creativa, va delante de las dificultades con las que suele tropezar. Sus niveles actuales no solo se explican en el presente, sino en la configuración histórica de nuestra sociedad. Está enraizada en la cultura nacional, en la estructuración psicosocial de lo que llamaríamos el hombre dominicano. Se ha enriquecido con nuevos elementos, pero no es menos compleja y comprensible que hace 50 o 100 años.
Estamos sobrecargados de gente deshonesta y por ello el costo de ser honesto sencillamente se ha hecho muy difícil de sobrellevar. Si la sociedad no estuviera tan desarticulada, si la familia dominicana no se encontrara en el abismo en que se encuentra hoy, si las escuelas fueran funcionales y eficientes en su misión, si las sanciones asustarán por su inevitabilidad, si los jueces no fueran venales y retorcidos, si los buenos ejemplos procedieran de los cielos del mando político, si los ciudadanos no lucharan contra el mal hasta el momento en que no resulte beneficioso para él y si se premiara en los hechos el talento y la capacidad, seguramente que nadie se atrevería a actuar de modo inapropiado o reñido con las normas.
La vigencia y fortalecimiento de la corrupción aparece también atada al grado de identificación y lealtad de los ciudadanos a la nación a la que pertenecen. Mientras más deplorables o inexistentes sean esos nexos, más fértiles serían las tierras en las que la corrupción florece y se afirma. Esa lealtad e identificación brotan espontáneamente del conocimiento del pasado, del amor a la totalidad nacional que nos identifica ante el mundo y de los hábitos enriquecedores que se inculcan temprano en la familia y en la escuela virtuosa. ¿Qué sabe de su país el 50% o más de la población actual? ¿Qué conocimientos tienen de sus próceres? Sin lugar a duda, el siglo XX fue el último en que el dominicano todavía se identificaba con lo suyo de manera emotiva y sentida.
El sistema clientelista y prebendario, la ideología del individualismo y egoísmo sociales, y la supremacía avasallante de lo material y superfluo, terminaron poniendo una cubierta de plomo al sarcófago de la identidad nacional. Mientras mayores sean las mermas de identificación y lealtad nacional, mayor será la propensión al afianzamiento de una sociedad vergonzosamente corrupta.
El clientelismo rapaz no une, segmenta, divide a las sociedades. Hoy tres partidos profundizan las diferencias y distancias entre los dominicanos. Una parte de la población comienza a creer en la retórica de un cambio, entendiendo que daría por satisfecho su deseo de separar su vida y tiempo del pasado político reciente; otros priorizan realizaciones tangibles acompañados penosamente de grandes baches morales; otros más se inclinan por el conocimiento y la experiencia de Estado, tratando de justificar los consabidos altibajos de gobierno pasados.
La segmentación de la población en opciones políticas carentes de la capacidad y determinación que son necesarias para producir una revolución moral en la Administración y sus relacionamientos, quebranta todavía más la posibilidad de una lealtad nacional fuerte, afectando al mismo tiempo la solidaridad ciudadana y creando las condiciones subjetivas para que el sistema político siga corrompiéndose.
Por último, en los comportamientos políticos aparecen de vez en cuando serios indicios del viejo autoritarismo que dominó en los primeros sesenta años del siglo pasado. Con frecuencia preocupante la tradición autoritaria saca la cabeza en los discursos y disposiciones oficiales. Mientras ella siga aflorando, aunque sea de manera latente y tímida, la rendición de cuentas efectiva y veraz será un mito y la corrupción navegará en las instituciones a toda vela.
Las opciones electorales que el sistema nos presenta conducen inexorablemente a la continuidad de la deslegitimación del régimen democrático, a la degradación del sistema político y partidario, a mayores obstáculos para la movilidad social, al predominio de las actividades económicas ilegales e intensificación del lavado de dinero, y a la subsiguiente etapa de captura del Estado, no solo por la oligarquía desnacionalizada, sino también por mafiosos y narcotraficantes.
La sociedad no es la misma que la que conocimos hace tres o cuatro decenios. No podría serlo de ninguna manera. ¿Pero han conducido los cambios internos y globales a un conjunto de valores e instituciones que legitimen un sistema democrático efectivamente renovado? Absolutamente no.
Estamos ante la realidad de un individualismo extremo que niega toda solidaridad humana. Tenemos de frente a una clase política despreocupada, cortoplacista, arrogante y sin palpables compromisos nacionales. Lidiamos con una clase empresarial rentista, inclinada a los negocios fáciles, timorata y sin perspectivas estratégicas realistas y comprometidas. Estas realidades, junto a otros factores no menos relevantes, impiden arribar a un amplio consenso sobre los que deben ser los principios básicos de la sociedad deseable que palpita en las mentes y corazones de millones de ciudadanos.