Me encontraba en un lugar, que no es mi hogar, navegando por los confines del ciberespacio y al concluir un congreso estudiantil virtual de investigación científica y tecnológica, me doy cuenta que la noche había caído y que, a los lejos, se ven algunos vehículos pasar a gran velocidad, por las calles y avenidas desiertas. Todos estaba cerrados y la presencia de los militares ahondaba mi mirada. No es ciencia ficción, sino una realidad enclavada en la ciudad de Santo Domingo, donde la noche se ha roto en fragmentos de recuerdos ante el vacío de significado que va dejando el COVID-19.
Cuando logré llegar al parqueo de mi casa, pensé que estaba perdido entre la nada porque de ella nada sale, sin embargo, pude darme cuenta de que la penumbra le dijo adiós al día para darle paso al anochecer, el cual agrietó mi alma cuando comencé a pensar que vivimos en sus límites, ya que hemos perdido la noche, esas palabras que traen recuerdos de canciones y poesías que atraviesan la vida.
Recuerdo de la noche, en especial del poema XX: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche”, del poeta Pablo Neruda y que produce encanto cuando lo cantan Alberto Cortez o Joan Manuel Serrat:
“Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: “La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.”
El viento de la noche gira en el cielo y canta” (…)
En fin, nadie se imaginó en su vida que la noche, el anochecer estaría ausente como símbolo de libertad en su vida y que el consuelo de lo virtual en el anochecer de nuestro hogar, se convertiría en un escape de esos que hemos perdido por la pandemia del COVID-19.
Ese irse de aventura, de querer andar más que dormir, como dice la canción “’Yo Quiero Andar” de Luis Diaz e interpretada por Sonia Silvestre, con quien tuve el honor de coordinar el montaje de un concierto relacionados con los Poetas de la Patria (2002).
“Quieres dormir
y yo quiero andar
la noche es para
un largo viaje
y hay que llegar” (…)
El andar en un día de pandemia es recordar los encuentros en restaurantes, en puestas de circulación de libros, en fin, saberse nocturno y saberse que vivimos fragmentados porque la noche está desierta y en estado de sitio. El refugio de lo virtual e interacción con la familia en lo real o con los ciberamigos en Zoom u otras aplicaciones, es un no asfixiarse de la pérdida real del anochecer. No sabemos si la noche es larga o si se acaba, ya no está presente en el imaginario de nuestras andanzas, exceptuando en la memoria antes de la covidianidad y de la covirtualidad.
El observar las estrellas, la luna, dormir con ellas y despertarse sin ellas no es igual que si no hubiese pandemia, aun estando en una montaña, alejados de la noche citadina hoy vivimos inundados de covinformación o de sobreabundancia de información como resultado de la COVID, que nos atraviesa el alma de incertidumbre, de lo transido. No importa que nos dejen dos horas más contemplar la ciudad Santo Domingo, de manera puntual, la Zona Colonial y sus calles angostas en el anochecer; el rostro de la pandemia es sombrío, cubierto de mascarilla y distanciamiento, lo cual no deja espacio al placer de la noche.
Pensar la noche es pensar en los recuerdos; porque la noche como la hemos vivido antes de la pandemia se ha esfumado. Hoy vivimos en una pura orfandad de lo nocturno, con rostro de dolor, que empieza en la penumbra de un triste adiós que nos trae recuerdos desde cualquier ciudad visitada en el cibermundo.
Se nos ha muerto la noche en vida, solo la tecnociencia con la llegada de la vacuna y la musa y el lenguaje del poeta le recobrarían su encanto y su estado vivencial, porque para poetizarla, recordarla y pensarla, hay que vivirla en toda su plenitud, en encuentro presencial. Ahora pienso en ella desde el pasado, porque en este presente pandémico, la noche es fúnebre.
Atrás quedó la bella canción escrita por Ana Magdalena y Manuel Alejandro y cantada por Julio Iglesias:
Que no se rompa la noche,
por favor, que no se rompa.
Que sea serena y larga
como el tallo de la rosa,
que sea de luna blanca
con su escarcha y con sus sombras.
(…) Que no se rompa la noche,
Que no llegue la mañana.
Desde hace más de medio año, la noche no es nombrada, no se disfruta, ha perdido su magia, su encanto, mirada poética y romántica. Hoy, pensar en la noche es vivir en los recuerdos para no desangrar en este presente gris y atrapado de melancolía, donde sabemos de un aquí y ahora de la mañana y de la tarde, pero no de su anochecer.
Solo la nostalgia parsimoniosa nos queda de esa fascinación de lo que es “Medianoche en París” (Midnight in Paris), en cuanto encanto cinematográfico, escrita y dirigida por Woody Allen. En una de esas noches del 2014, en Oviedo, Principado de Asturias, me encontré con el monumento a Allen, ubicado en la calle Milicias Nacionales, de dicha ciudad. De esa noche me brota el recuerdo de aquellas palabras (2014) de mi amigo filosofo Román García “a Merejo, solo le faltó conocer a Oviedo de 5 a 7 de la mañana”.
Recuerdo en una noche en Nueva York, en pleno invierno, solo la nieve al caer y con unos poemas de Paz, en especial “Noche en claro”, donde él se regocijaba al caminar con sus amigos, en especial con el poeta Andrés Breton y Benjamín Peret.
“Nos dispersamos en la noche
mis amigos se alejan
llevo sus palabras como un tesoro ardiendo
Pelean el río y el viento del otoño
pelea el otoño contra las casas negras
Año de hueso
pila de años muertos y escupidos
estaciones violadas
siglo tallado en un aullido
pirámide de sangre”
(…)
Seguiremos por mucho tiempo poniendo dentro un paréntesis a la noche, a esas grandes noches que nos traen recuerdos desde una infancia que se perdía en el anochecer, que solo pensábamos que se nos irían cuando cesara nuestra vida.