«Parecen elefantes blancos», dice la joven Jig en un relato de Ernest Hemingway. Se refiere a las colinas que se divisan desde el bar de la estación de trenes; donde una pareja espera a que llegue el expreso de Barcelona.

El cuento es breve y está hecho a partir de diálogos veloces. Como si el lector jugara al intruso y se asomara a su conversación. Uno no sabe quiénes son ni de qué hablan. Uno llega tarde y conforme escucha, recrea la historia.

Mario Benedetti citaba dicho relato, para ejemplificar el estilo del norteamericano. Contar historias como si nada más viéramos la punta de un iceberg, el resto se esconde en el fondo del mar. Sabemos que está allá abajo, pero no lo vemos, sólo lo intuimos, sólo lo imaginamos.

Ignoramos incluso el nombre del tipo.  Una vez que han pedido cervezas y anís, él insiste: «En realidad no es una operación […] sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural». Jig no responde y él vuelve a la carga, le asegura que no la dejará sola ni un instante: Estaré contigo todo el tiempo. El silencioso calor se rompe cuando la muchacha hace la gran pregunta: qué pasará después.

Entonces se abraza a las dudas y antes de volver a su copa, le pide, le exige, qué se calle. Sin embargo, éste continúa; le machaca que nunca la obligaría a hacer nada contra su voluntad y ya en plan de romántico suicida, como cantaba Emmanuel, jura y perjura que haría cualquier cosa por ella.

Al final, el hombre mira discretamente las maletas, decoradas con las etiquetas de los demasiados hoteles donde han disfrutado de la noche y remata que, si lo hace, volverán a ser felices como antes.

El norteamericano, con ese estilo casi telegráfico, alude al aborto sin escribir nunca la palabra. Con discreción, sin tomar partido, sin estridencias. Muestra la fotografía de una situación problemática. Qué diferencia con el ruido de hoy. Que quede claro, estas divagaciones, que seguramente nadie leerá porque la gente anda en la playa, aunque sea Viernes Santo o quizás por eso mismo, están llenas de incertidumbre, de sombras, aunque yo disienta de la postura de la iglesia y compañía.

¿Será pedante decir que el tema vino solo?  Como lo había mencionado, el azar me guio hasta la entrevista de Benedetti y, casi al mismo tiempo, vi que un periódico dominicano —Acentos no —, ponía en primera plana: «El aborto es un genocidio silencioso». La frase, grandilocuente y mentirosa, se la atribuían a un joven argentino del que nada sé.

No obstante, me disgusta que se haga uso engañoso del lenguaje, sólo porque suena rimbombante. Perpetrar un genocidio implica la voluntad de matar, no a uno, sino a miles. El diccionario de la Academia lo define como el exterminio sistemático de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política, nacionalidad… Lo anterior no difiere de la postura de la ONU o de Amnistía internacional. Pienso en don Adolf H, el rey de los genocidas, pero no el único en este pantano de tiranos asesinos, él quería eliminar a los judíos y a los homosexuales, a los gitanos y a los periodistas, a los opositores y a los no arios, etc., etc.

Al chico que sacó la genial frase (pongan comillas) habría que preguntarle cómo calificaría el desempeño de la Junta Militar Argentina, que tenía el propósito de borrar a los «subversivos». ¿Eran silenciosos los vuelos de la muerte, los miles de desaparecidos, los exiliados, las madres de la Plaza de Mayo? Otro ejemplo más cercano: Trujillo y la masacre de los haitianos, ¿fue genocidio?, ¿fue silencioso?, ¿todo esto es equiparable al aborto?

Me gustaría que se imitara la sutileza de Hemingway y sí alguno quiere ir más allá, que escarbe en la vida de Simone Viel, una francesa que tuvo una vida marcada por la Segunda Guerra Mundial, por la persecución nazi y que, cuando fue la Ministra de Salud, defendió la despenalización del aborto, sabedora que es una tragedia para cualquier mujer:

«Quisiera compartir una convicción femenina y me disculpo por hacerlo ante esta Asamblea compuesta casi exclusivamente de hombres: si una mujer tiene que recurrir al aborto, nunca lo hace alegremente. Eso lo sabe cualquiera que la escuche. Siempre es un drama y seguirá siendo un drama siempre».

Aunque sospecho que la iglesia (y sus grupos provida) prefiere mandar a la inquisición, a la hoguera, al infierno perpetuo, a la mujer que aborta en lugar de brindarle ayuda oportuna, tangible, terrenal. Condenar para salvarnos. Igual hizo con el condón. ¿Cuántas muertes se hubieran evitado sólo en África, donde el sida se propagó dantescamente, si el Vaticano desde su confortable lejanía, no hubiera proscrito ni boicoteado su utilización?

Imagino, no sin pesar, que el aborto seguirá. Las que más sufren son las mujeres sin recursos, las que tienen que recurrir a la curandera, al charlatán del barrio. Las otras, las pudientes, visitarán las clínicas de Londres, de Nueva York, de París. Y después qué, me pregunto igual que Jig. No lo sé, siempre es un drama, parafraseando a Simone Veil, más allá de las condenas obsoletas, con o sin Hemingway…