Las luces aletargadas del Museo Wilma Wayne de Londres daban la bienvenida a una exposición singular. El ambiente rectilíneo de los presentes no daba tregua a las dudas que reflejaban la muestra pictórica de un artista caribeño. Aún los vestigios de la Hermandad Prerrafaelista y de Edward Burne-Jones se mantenían a prueba de balas en toda Inglaterra, más para un pintor desconocido, de una isla del caribe donde el sol es mágico a veces, obsceno e implacable en otras. 

El maestro se encontraba estático, como el ciprés. Su sonrisa contrastaba con la sobriedad inglesa. En ocasiones daba muestras de un personaje desenfadado y descomplicado. Las miradas merodean las figuras penetrantes y antillanas; llenas de calor y fantasía, de imágenes maternas, de amores arraigados entre campesinos, de vida silvestre y su trastorno de sensualidad, de los colores infinitos del arcoíris, de las brisas inconmensurables del campo. Sus colores vivísimos hipnotizaron la crítica londinense, la cual se mostraba reacia a permitir combinaciones atrevidas de colores que no fueran creaciones mortecinas y perfectas en la pintura, como habían establecidos las escuelas de arte británicas. 

Cándido Bidó iniciaba un vuelo por el mundo, lleno de modestia y entrega. Fue aclamado por los más exigentes críticos de arte, por los museos más prestigiosos del planeta  y por los amantes de la pintura de todos los rincones. Pero su legado, a casi cuatro meses de su partida, se mantiene como una llama de fuego. La reciedumbre de su trabajo artístico va más allá de sus figuras alegres y poéticas. Es un trabajo que la posteridad tendrá que analizar con detenimiento de cirujano, para no perder su esencia, para encontrar las huellas que el maestro dejó a través de su abundante obra. 

Bidó combinó la visión mágica de una naturaleza antillana, con la realidad del dominicano común, del campesino, del niño con sueños, con frustraciones, con esperanzas. Resaltó en su obra la vida, vista por ojos de un ser sensible como siempre fue, a pesar de su consolidación como pintor. No se mantuvo ni silente ni abstraído. Todo lo ofreció con su mundo colorido y sus personajes gráciles y brillosos. 

En su vuelo, el maestro Bidó logró persuadir, en aquel día encandilado, las caras de piedra de los presentes en el Wilma Wayne, para continuar con asiduidad por muesos europeos, norteamericanos y latinos. En todos ellos, mostrando un mundo de fantasías, pero sin omitir la cruda realidad de los olvidados, de la mujer, del hombre del campo, del niño común y de la esperanza forjada en una paloma. 

El maestro Bidó voló los espacios inimaginables, recorrió los lugares más disímiles, buscó el reconocimiento de su obra, y nunca cesó. Era el año 1983, y en Londres el inexorable vuelo del artista caribeño, cubrió todo, sutilmente, con su eterna sonrisa.