[Por considerarlo de interés, a raíz de que se permitiese por vez primera el voto por “ninguno” en las primarias del pasado 6 de octubre y previendo la posibilidad de la adopción del mismo en las elecciones de 2020, vuelvo a publicar mi artículo sobre el tema, que apareciese en el periódico Hoy del 11 de febrero de 2010, año en que el tema fue muy debatido en la opinión pública. El voto por “ninguno” -crucial allí donde el voto es obligatorio- permite a los ciudadanos sin opciones preferidas votar sin que su sufragio sea considerado nulo, es decir, que su voto sea contado, pero sin favorecer a alguno de los candidatos].
Aunque el voto es configurado en nuestra Constitución como un derecho y como un deber (artículos 22.1, 75.2 y 208), el mismo no es obligatorio, porque los deberes constitucionales, contrario a los derechos fundamentales, requieren leyes que los regulen y establezcan sanciones en caso de incumplimiento. Pero, si somos coherentes con el principio republicano, que parte de que los ciudadanos, aparte de derechos, tenemos deberes frente a la comunidad, el voto debería ser obligatorio, porque solo así cobra real valor como deber fundamental.
Sin embargo, muchos se oponen al voto obligatorio porque se entiende que la libertad de votar implica el derecho de no participar. De ese modo, la abstención electoral aparece como un derecho fundamental, con un alto valor simbólico como protesta y manifestación de desencanto o desaprobación de las opciones electorales presentadas, que debe ser preservado en todo ordenamiento que se precie de liberal y democrático. En apoyo de esta posición, se esgrime, además, que hay otras fórmulas menos coercitivas para combatir la abstención, como la democratización de los partidos, la eliminación de las listas cerradas y bloqueadas y facilitar el acceso efectivo a las urnas electorales de todos los ciudadanos.
Creo conveniente, sin embargo, establecer la obligatoriedad del voto, como se ha hecho en otros países, donde la ley ha dispuesto sanciones a quienes se abstienen de votar sin razón valedera (enfermedad, viaje, etc.). Estas sanciones incluyen el pago de multas, el despido de empleos públicos, la proscripción para ocuparlos, recargos impositivos y la suspensión del derecho de sufragio. La obligatoriedad del voto, unida a sanciones escalonadas por la reincidencia, contribuiría sin duda alguna a la educación ciudadana, al fortalecimiento de las instituciones democráticas y a combatir la crónica y sistémica abstención electoral tan peligrosa para la existencia de la democracia. Esta obligatoriedad del voto, aparte de que fortalece el carácter democrático y republicano de nuestra forma de gobierno, es cónsona, además, con la existencia de otras obligaciones impuestas por el Estado, tales como la educación obligatoria y el pago de impuestos.
Es precisamente cuando se establece la obligatoriedad del voto que resulta imprescindible conceder al ciudadano la posibilidad de expresar su rechazo a las diferentes candidaturas mediante un voto en blanco o un voto por “ninguno”. De ese modo, se expresa el apego ciudadano al sistema democrático-electoral y se canaliza institucionalmente su desencanto. Como bien expresa Ricardo Martínez Espinosa, la única manera de garantizar el derecho a no votar sin contrariar el deber constitucional de hacerlo, es “aceptando el voto blanco como un voto válido y cuantificable con todas las consecuencias que esto implica. Así, el ciudadano está obligado a votar más no obligado a votar por alguien en particular”.
Mientras el voto sea un deber sin sanciones legales ante su incumplimiento, la abstención seguirá siendo, junto con el voto en blanco, el mecanismo lícito para expresar el rechazo ciudadano a las opciones electorales que se le presentan. Pero muchos ciudadanos no quieren que su voto “sea una razón estadística sino una razón política”. Por eso, aún en sistemas donde el voto no es obligatorio como el nuestro, resulta conveniente legalizar el voto por ninguno, pues se diferencia a quien no va a las urnas por imposibilidad, desinterés u oposición al sistema de quién vota, pero rechaza el menú electoral. Y es que, en el fondo, quien vota por ninguno es más leal al sistema que quien se abstiene voluntariamente.
En todo caso, con o sin voto por ninguno, siempre será posible que la mayoría del cuerpo electoral vote en blanco como en la novela “Ensayo sobre la lucidez” de José Saramago o que se organice la inconformidad en un partido –probablemente super minoritario- del voto por ninguno. Todo eso resulta mucho menos malo que una abstención masiva que, como afirmaba Solón, siempre “fomenta la tiranía”.